No existe ningún otro acontecimiento en la Tierra ni en el mundo
que convoque tanta cantidad de personas y que conmueva toda
la vida del planeta como el mundial de fútbol cada cuatro años.
Este es el hecho bruto y cierto: la vastedad de la repercusión.
¿Qué podemos decir desde la filosofía sobre semejante conmoción?
El fútbol ha reemplazado desde la segunda mitad del siglo XX y
en lo que va del XXI a la guerra en gran escala. La FIFA con
209 miembros tiene más países afiliados que las Naciones
Unidas, con 193. Los seleccionados representan a las
naciones y no a los equipos de los países de donde
salen los jugadores. Los colores de las camisetas, en
general, están vinculados a los colores de las banderas
o a la coloratura histórica de los países. Así Argentina lleva
la camiseta celeste y blanca, Brasil la verde amarilla, pero
en Europa va más atrás de las banderas. El fútbol es
representado por los colores nacionales, así a Inglaterra
el color blanco o España el rojo, Alemania el plateado
(como el color de la Mercedes Benz), Francia el blue,
e Italia el azzurro (azul claro) que son los colores históricos
que les pertenecen.
Ese gran politólogo que es nuestro amigo, Horacio Cagni,
nos observó: El fútbol simula una batalla con dos
equipos enfrentados, sus capitales, corazas y soldados.
Fijate que las camisetas (corazas) a rayas son más
permeables a la derrota que las lisas, porque entre líneas,
dejan lugar para pasar (herir).
O ese gran ocurrente oriental que es Eduardo Galeano
cuando observa: el fútbol se parece a Dios, tiene la
devoción del pueblo creyente y la desconfianza de los
intelectuales.
Nuestro maestro José Luís Torres, el fiscal de la
Década Infame, sostenía que: el fútbol es el partido del
imperialismo y por algo ha sido un invento inglés.
Dante Panzeri, ese gran observador del fútbol, afirmó:
en esta dinámica de lo impensado, un hombre puede
ser infiel a su mujer pero nunca a su camiseta o casaca.
El Papa Francisco acaba de señalar que en la práctica
del fútbol se deben observar tres comportamiento
esenciales:entrenamiento, juego limpio y respeto a los
adversarios.
Es decir, estamos ante un fenómeno que fue pensado
desde muchos ángulos pero que ninguno termina de
comprender del todo.
El muy buen filósofo brasileno, Nilo Reis, de Feria de
Santana observa con agudeza: Eu jamais acreditei
neste time. Aliás, considero-me apenas tricampeão.
Os dois últimos títulos não foram conquistados com
Arte, apenas com estratégia de "retranca". Lo que quiere
decir que hay que distinguir entre el fútbol como jogo
bonito del fútbol industrial y especulativo que se juega ahora.
Pero indudablemente, y más allá de todas estas válidas
opiniones, este inmenso fenómeno masivo, tanto por su
práctica mundial como por los espectadores desde
los lugares más recónditos del planeta, algo nos está
diciendo:Qué el hombre necesita desatar alegrías,
no solo personales sino masivas.
Si Ortega y Gasset viviera diría que es el deporte
predilecto del hombre-masa, y no estaría errado.
Lo que ha sucedido en este último tiempo, sobre todo
con la entrada de Internet, es que ya no es sólo el burgués,
a que él ser refería, sino que es el pueblo llano en su conjunto
el que participa hoy del juego.
Pero esta alegría de que hablamos está vinculada a la
distensión de la voluntad y de la obligación a que nos
ha llevado la sociedad de consumo: trabajar pagar cuentas
y tarjetas de crédito. Es como un parate, como una puesta
entre paréntesis, como una epojé del diario trajín. Claro
está, ya no existe más el domingo como el día del Señor
donde no se trabajaba para honrar su gloria. Ese domingo
al que llegábamos limpios pues nuestros padres nos
obligaban a bañar y asearnos.
Obvio que la fiesta del fútbol mundial cada cuatro años tiene
sus sacerdotes (los jugadores), sus acólitos (los
entrenadores y técnicos), sus misas (los partidos), sus
réprobos (los que muerden o lastiman), sus santos
(los grandes jugadores) y sus feligreses (los hinchas,
torcedores, hooligans o tifossi).
Pero a diferencia de la Iglesia que propone una felicidad
ultramundana, la iglesia futbolera propone una felicidad
mundana, sin un más allá. Es decir con una conciencia
de la banalidad o el pasar de las cosas, porque dentro
de cuatro años, otro puede ser el rey, el salvador, el héroe.
Hay en este aspecto algo de la mentalidad estoica romana
de alegrase con los hechos hilaritas animi, pero al
mismo tiempo aceptar los hechos, cuando nos son
contrarios.(todo perdedor que pierde luchando, es un
ganador: Chile llega como triunfador y perdió, México lo
mismo, Costa Rica igual.
En realidad el fútbol se ha transformado en una
reacción ante la civilización ilustrada de estos últimos
doscientos años que no ha hecho más feliz a la
humanidad sino, antes bien, más desdichada. Es que
el desarrollo tecnológico y financiero ha transformado
al mundo en usufructo y beneficio para unos pocos, y
al hombre del pueblo le cuesta mucho arrancar lo que
necesita para vivir con su duro trabajo a una naturaleza cada vez más pobre y rebelde.
El fútbol le da un respiro a sus pesares cada cuatro años.
Es que el hombre (varón y mujer) ha pasado por distintas
etapas en estos últimos siglos. Así, de la vieja noción de
calidad, a la que se llega por la fortuna o la educación
(comienzo de la modernidad), a la de mérito o esfuerzo
(revolución industrial) a, finalmente, la capacidad de consumo
o shopping. Y hoy en las canchas de fútbol, son más los
que están fuera que adentro de los shoppings.
Cuando los seleccionados llegan vencidos a sus respectivos
países, si han perdido luchando se los recibe como héroes
(hasta los presidentes se sacan fotos con ellos) y si han
perdido mal, por haber jugado mal, son casi considerados
traidores a la patria. (Recuerdo aun cuando el seleccionado
argentino llegó a Ezeiza en 1958, que se lo recibió a
monedazo limpio).
Pero, ¿Qué encierra esta cita mundial del fútbol cada cuatro
años, como una especie de eterno retorno de lo mismo, para
hablar como Nietzsche? En primer lugar que la alegría, ese
sentimiento de placer que se siente ante una satisfacción
o hecho favorable, necesita renovarse cada tanto. No
existe la alegría permanente. Luego, lo efímero y banal de
las cosas de este mundo. Es una alegría que no exige
responsabilidad por parte del pueblo o del
que se goza. Posteriormente, la necesidad de la
acclamatio universal compartida, como un: aquí estamos
nosotros los hombres comunes (uomo qualunque). Y,
finalmente, poder proclamar en forma masiva como Schiler
en su himno: todos los hombres han nacido de la alegría y
a la alegría vuelven.
En una sociedad desacralizada, queda esto como el
último grito mundano, de una muerte sin más allá.
(*) arkegueta, mejor que filósofo