El país se ha convertido en un escenario ficticio que sólo puede ser explicado desde lo fantástico. Es necesario pasar del análisis político al análisis literario para poder comprender qué esta pasando.
"Quería soñar un hombre e imponerlo a la realidad"
Jorge Luis Borges (Ruinas Circulares)
En mis años de universidad, solían decirnos que la gran diferencia entre el periodismo y la literatura estriba en que éste debe ajustarse a los hechos tal cual sucedieron, respondiendo incluso a la famosa regla de la “WH” (who, what, when, where, why), es decir quién, cómo, cuándo, dónde y por qué, mientras la literatura podía dar rienda suelta a la imaginación. Cumpliendo la mencionada norma quedaba escrita la crónica periodística. Por el contrario, la literatura no admitía más límite que el renglón, permitiendo elevarnos por sobre lo real y volar... Nunca creí demasiado en ese dogma, quizás por mi adicción a la obra de Oscar Wilde, pero traté de adaptarme conforme a la enseñanza de los dinosaurios que no adaptados al medio, desaparecieron. Sin embargo, dentro de mí, permaneció intacta la sentencia de aquel autor: “La vida imita a la literatura, mucho más de lo que la literatura imita a la vida.”
El siglo XIX, ironizaba Wilde, era en gran medida una invención de Balzac. Hoy nos preguntamos quién habrá inventado este siglo XXI tan lleno de insensatez y mediocridad. Posiblemente, Discépolo le puso letra a muchos de los actuales sucesos aún sin haberlos presenciado en vivo y en directo o creyendo que se ceñían al anterior siglo. Asimismo, mucho de este presente aparece con asombrosa exactitud en una carta que en Marzo de 1948, desde Buenos Aires, Laurence Durrell, ese cosmopolita que plasmó “El Cuarteto de Alejandría”, le escribiera a Henry Miller. En ella describía a Buenos Aires “exactamente como los Estados Unidos en 1890, llena de caciques ambiciosos que se disputan las riquezas no explotadas. A los débiles se los aplasta contra el muro. El único empleo sería un puesto en una estancia, pero eso necesita físico y energía (…) Moralmente es el último círculo del infierno. Todo el que tiene alguna sensibilidad está tratando de salir de acá, incluyo yo. Creo que preferiría arriesgarme a la bomba atómica antes que permanecer aquí. Está tan muerto todo…” Esa pieza literaria, simultáneamente, es una descripción válida de lo que nos pasa. Durrell pudo redactarla pensando en los gritos que caracterizarí an las sesiones parlamentarias o simplemente imaginando la escenografía circense montada en la Plaza de los Dos Congresos. Y así como Wilde sostenía que Robespierre salió de las páginas de Rousseau, nuestros mandatarios, ambos claro, pueden haber sido una creación de Mary Shelley (1) o de R. L. Stevenson (2). ¿Por qué no? Todo es demasiado fantástico en la Argentina actual. Si acaso un hijo o un sobrino nos planteara ahora que, San Martín, al cruzar los Andes debió sortear un piquete de asnos reclamando igualdad puesto que son los caballos quienes quedan inmortalizado en estatuas que evocan las epopeyas magnas, mientras a los burros se les relega a tareas de carga, creeríamos que nos está contando una versión caricaturesca de la historia nacional, una sátira. Y lo mismo creerán nuestros descendientes cuando se les hable de un debate legislativo donde varios de los participantes se dedicaban al envío de mensajes de texto descalificativos, o el diálogo lo monopolizaba una peculiar Madre de Plaza de Mayo con extraños subsidios en su haber y cheques girados en blanco, capaz de sostener, entre otras vaguedades, que el Congreso y el canal de la televisión estatal deberían ser tomados, y los ruralistas sacados a palos. Y hablamos del ámbito donde alguna vez hubo debates que terminaron con sangre, pero no por la violencia, el odio y el resentimiento, sino por la defensa de convicciones, valores, y principios férreos.
Hoy, las baldosas que guiaron los pasos de los prohombres que forjaron la Nación sufren el pisar de piqueteros, líderes populares con fama efímera y turbio pasado auto adjudicándose representatividad que nadie les ha otorgado. En este contexto, el periodismo está perdiendo su leitmotiv. No hay normas ni reglas que cumplir para que la crónica sea precisa. No hay un quién concreto que ejerza la autoridad, no hay un cuándo para solucionar los problemas, ni un por qué se produjeron o cómo se originaron. Hay impersonales protagonistas que aparecen y desparecen como en un “Sueño de una noche de verano” sin que nadie pueda dilucidar qué hacen allí ni quienes los convocaron. Todo es vago y furtivo, y lo que se cuenta parece salido de escaparates con olor a trementina como aquellos “Seis personajes en busca de un autor” que Pirandello creó.
Mientras esto sucede, Oscar Wilde sigue insistiendo desde mi memoria que “no hacemos sino desarrollar con notas al final de la página, y con añadiduras inútiles, el capricho o la fantasía o la visión creadora de un gran novelista”
Los dirigentes que nos gobiernan no pueden ser sino una creación fantástica, escapan a la naturaleza humana. No admiten reglas ni sus acciones pueden ser transcriptas en una crónica periodística tradicional. No hay coherencia ni realismo en lo que hacen, menos aún en los objetivos, y la inconsistencia en sus dichos impide que el redactor se ciña a la verdad. Al intentarlo, inevitablemente, se mete en una trama donde la realidad se convierte en eufemismo, en un vocablo vacío. Las fábulas ganan, pues, las columnas y los análisis políticos.
¿De qué sirve, por ejemplo, que enumere la lista de quienes votarán el proyecto de retenciones móviles tal cual está? Son datos tan efímeros que mañana pueden cambiar cheque mediante, compra de voluntades o miedo u obsecuencia no más. ¿Acaso no es el mismo Néstor Kirchner el que reniega de las retenciones en videos que circulan por doquier? ¿Cómo dar crédito a lo dice? Tiene más credibilidad un personaje de Ray Bradbury o Isaac Asimov. A su vez, ¿aporta algo al lector que se describa el recinto donde se esgrimieron insultos como si fuesen ideas para simular que hay real democracia e instituciones con independencia?
Ni el toro inflable, ni los huevos que caminan por la plaza o aquel legislador que tipea en un celular una grosería pueden ser los artífices de una futura historia argentina que luego tengan que estudiar quienes nos han de heredar. Además, podría jurar que a Edgardo De Petri y a Luis D’Elía los he descubierto hace tiempo, como bufones, en páginas de Homero, Virgilio y Quevedo. El periodismo no puede diferenciarse ya de la literatura, al menos no de la fantástica. A no ser que la Argentina sea aquella Atlántida de “El Timeo y el Critias” que Platón narrara, y los ciudadanos perplejos ante tamaño espectáculo seamos Vladimir y Estragon “Esperando a Godot”.
Posdata: Nunca llegó…
(1) autora de “Frankenstein” (1818)
(2) autor de “Dr. Jekyll y Mr. Hyde” (1886)
Escribe Gabriela Pousa(www.economiaparatodos.com.ar)
No hay comentarios:
Publicar un comentario