Por Oscar Ortiz.Director del Diario El Atlantico de Mar del Plata
oscarmortiz@hotmail.com
Que nadie me la cuente. Ninguno me “envuelve”. La única verdad es la realidad, decía un gran político de la historia argentina. Me tocó vivirlo y punto. El presente es atroz y, silenciarlo, implicaría ser cómplice. Se le falta el respeto a la dignidad humana. La mentira está detrás del disfraz de la frivolidad, muy de moda por estos lares al menos. En los hospitales provinciales de Mar del Plata, simple y desgraciadamente, es fácil morir.
Es una mezcla de asco y tristeza. La clase política la denomina “sensación”, un término simplista que oculta la desidia, la inoperancia, la poca capacidad de respuesta antes hechos graves de los más desprotegidos. No tener obra social es sinónimo de muerte. El derecho constitucional del pueblo a la salud pública no se cumple. Es más, no se quiere cumplir.
Mi odisea comenzó el jueves de la semana pasada a las 8,15. El dolor –fortísimo- se instaló en mi abdomen. Tuve que dejar mi programa de radio. Mi hijo me trasladó a casa. Se solicitó una ambulancia. Llegó el médico con su asistente. Tengo obra social y se solicitó internación inmediata. Un error involuntario derivó ese traslado al Hospital Interzonal Oscar Alende. Llegué al nosocomio a la 9,20. De inmediato, a la guardia. Era día de paro (legítimo de los trabajadores) y el pasillo era la sala de atención. Los profesionales médicos (los rescato) se desvivían. Casi 40 personas esperaban ser atendidas pero no se daba a abasto. “Se hace lo que se puede”, alcancé a escuchar en pleno dolor, ese que dobla y no permite pensar. “Espere, sólo es un balazo”, decía alguien con uniforme azul. Una mujer, junto a dos pequeños gritaba desesperadamente. Tenía un corte en el cuello y sangraba de manera tremenda. “Ya va, esperá corazón”, fue la respuesta de alguien aparentemente acostumbrado a estas “lides”.
A mí me dejaron –como a muchos de esos 40- tirado durante cinco horas y media. La desesperación de la familia y la impotencia reinaba el patético cuadro de ese pasillo. Hasta que surgió lo más rastrero. Alguien me reconoció después de ese lapso y dijo: “Che, este es Ortiz, el director del Diario El Atlántico; hay que atenderlo…”. Como si, por ello, tuvieran la obligación de atenderme con privilegios. Mi asco se multiplicó. Mi familia decidió sacarme de ese lugar. Me levanté como pude de la camilla y caminé con ayuda hacia la puerta de la guardia. Personal de Seguridad le dijo a mi esposa: “Toque el botón rojo por si necesita un taxi”. Así lo hizo y hasta lo “agradeció”.
Llegué a la Clínica Colón, un ejemplo de eficacia y responsabilidad a mi entender. El diagnóstico rápido decía contundentemente “apendicitis”. A los 45 minutos me operaron. Cuando desperté llegó el cirujano y dijo: “Usted llegó muy grave. Estuvo a minutos de una peritonitis”. Le conté mi odisea en el hospital público y, doy fe, hasta casi se le escapa una lágrima.
Hoy la puedo contar y le doy gracias a Dios. Pero sigo pensando en esa gente que “compartió” el pasillo a la espera de hacer uso del derecho a la salud. Que nadie me la cuente. Y al que me la quiera contar de otra manera hoy le escupo la cara. Soy periodista. Estoy “acostumbrado” a que lleguen a mi redacción grandes anuncios que hacen los funcionarios que, aún, no han tenido “el privilegio” de ser atendidos en lugares como este que, además, son de su responsabilidad.
Mis amigos me dicen todavía que tengo que hacer algo. Esto no puede ser, acaso en salvaguarda de esos 40 pacientes que el jueves pasado “compartieron” la odisea. Y lo voy a hacer. Voy a denunciar a los responsables de este hospital por abandono, no de persona sino de personas, de seres humanos. Y no sólo los demandaré ante la justicia sino ante las autoridades provinciales, nacionales y organismos internacionales de salud para que paguen por esto.
De la política rastrera estamos hartos. De funcionarios que no funcionan, también. De aquellos que nos quieren convencer que estamos en el primer mundo, cuando al primer mundo hay que conocerlo para comparar. Sobran muchos verseros de ocasión. Aquellos que viven de cualquier cosa, menos del trabajo. Aquellos que hacen de la miseria y desesperación de la gente un negocio político personal.
En Mar del Plata, es fácil morir. Eso sí, la frivolidad de la década de los 90 parece haber resurgido. Y esto también es lo que más me asusta. Mar del Plata no es una Copa Davis, ni un Festival de Cine, ni una Feria del Libro, ni siquiera un verano. Por eso, tengamos cuidado con aquellos que hablan de una ciudad de 12 meses bajo un slogan (amardelplata) que se contradice con la realidad, patética por cierto, de su gente, el manos en salud y seguridad. Pero la vida, señores funcionarios, es como el final de un juego de ajedrez: reyes y peones terminan en el mismo cajón.
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