Por Alberto Asseff
Aun yéndonos bien en algo, tendemos a descreer. Ni hablar cuando el asunto es redondamente malo. En estos casos, nos inclinamos por ver todo sombrío. Definitivamente, ante una posible solución propendemos a oponerle uno o varios problemas. Si se nos ofrece una oportunidad, o pensamos que se acabará pronto o la trastrocamos en una crisis. Si nos excluyen de una cumbre internacional nos inferiorizamos lamentando nuestro aislamiento. Si, en cambio, somos parte de esa reunión, además de autolesionarnos preguntándonos el porqué de nuestra presencia, profetizamos que en la próxima seremos excluidos. Pasó con el G-20. Ante los problemas cotidianos que nos obstruyen el quehacer normal, en vez de darles rápidas soluciones, solemos agregarles más inconvenientes. Somos campeones en problematizaciones. Todos somos conscientes de que la vida no es una Arcadia, pero nosotros estamos levantándonos todas las mañanas aprontados para la lidia diaria que, si no se presenta espontánea, nos encargamos de crearla. Somos el país del conflicto eterno, de la puja inacabable. Era un preadolescente de 12 años y en una fiesta de amigos de mis padres dos adultos se enfrascaron en conversar sobre la complicada situación socio-política imperante en 1956. Todo empezó porque uno le preguntó a su contertulio qué le parecía "el merengue" - era la música que invadía la casa - y el otro creyó que aludía al berenjenal político del momento. Hace décadas vivimos revolcados en el merengue y en lugar de acometer la tarea de superarlo, nos empecinamos en seguir en él, aditando más ingredientes para la pugna. Si antes habíamos superado eso de "negros" y "blancos" o lo de pobres o ricos, ahora vamos directo a su reedición, justo cuando Sudáfrica se encamina hacia la integración y en Washington se apresta a sentarse un presidente de color. ¡No vaya a ser que sepultemos un problema! Está probado que la redención de los pobres no requiere la destrucción de la riqueza, sino su equitativa distribución. Desde Yrigoyen y la Primera Guerra venimos teniendo industria manufacturera. Sin embargo continúa instalado el prejuicio de que es de baja calidad y cara. No obstante ser real en muchos casos, ese preconcepto conspira contra nosotros mismos. Es un pesimismo corrosivo del empleo, de la actividad, de la inversión emprendedora. Somos un mercado interno descreído del producto de nuestra labor. ¡Es una sinrazón! Nunca fuimos adictos a la ley, pero lo que hoy acaece con las normas ultrapasa la razón más elemental. Nos ha atrapado el hábito de la anormalidad. Vivimos desarreglados, comenzando por la autoridad estatal. No es un ambiente enrarecido. Es irrespirable. Disfrutamos durante añares de una producción rural pionera en tecnología y maquinización. Exitosa. Empero, en vez de ser los proveedores de tecnología agropecuaria y de bienes para medio globo terráqueo, reinventamos la guerra ideológica del pasado más anacrónico, recreando a los oligarcas y a los explotados cual siervos de la gleba. ¡Inconcebible, pero cierto!. Donde teníamos logros enaltecedores, gestamos un problemón. La inflación - que obedece a diversos desequilibrios - es en parte resultado tenebroso de esta pugnacidad permanente. Si todos los días nos peleamos en las calles, si tenemos los récords de asesinatos, accidentes viales y piquetes , ¿por qué vamos a ser prudentes en materia de precios y salarios?. Aumentar todo es la voz de mando y a la hora de intentar frenar ese desquicio, lo único que se nos ocurre es poner al frente de Comercio a un prepotente desenfadado que, con pistola sobre la mesa, da órdenes de encorsetar precios y proveer góndolas. "Reglas de mercado" que ya no existen ni en Mongolia. Lidiamos contra el capital con una fruición que ni Marx ponía. La consecuencia es que hoy tenemos menos grandes empresas de capital argentino - sí, el capital, aunque sea muy en el fondo, tiene nacionalidad - que en el Centenario. A nuestros Fortabats los han sustituido nuestros primos brasileños. ¡Por suerte por ahora son ellos! Éramos caso excepcional al sur del ecuador. Teníamos una esplendorosa clase media que servía de espejo para los inmigrantes y para los argentinos de tierra adentro. Éramos el paradigma de movilidad y progreso social, a pesar de gobiernos de signo conservador o moderado. Pero llegaron los tiempos en que fuimos convocados a transformaciones formidables. Las tuvimos y enhorabuena. Pero con ellas reaparecieron desde la inflación hasta el servilismo político, eufemísticamente llamado clientelismo. Vanguardistas en civilización allá por el s.XIX, en el XXI estamos en la espiral degradante de la incivilización. La ferocidad, el tribalismo, la virulencia ha penetrado las urbes y se expande más que la ameba. Avanza también la psicología de ignorar al semejante, conmoviendo la esencia de la convivencia. El respeto es pieza de museo. Aquel país que atraía inversiones es, y desde hace tiempo, exportador neto de capitales. Paradojalmente, estamos endeudados hasta el tuétano, más allá de quitas y canjes. Ese país de cultura de trabajo - aunque socavado por el facilismo al que invitan el clima, el sol y la tierra bendecidos por dones -, ha devenido en otro que considera que los beneficios se obtienen por decreto supremo y por el arte de sacarle a unos para distribuir algunas migajas y hasta mendrugos. Parece que hemos abandonado esa idea fructífera de que ensanchando el horizonte productivo y laboral podríamos lograr mercedes genuinas y no graciosas. En el Centenario el desafío fue afirmar la identidad nacional. Cien años después, el reto es reconstruirla casi desde su base. Es así de tanto corroerla y destratarla. Se podría sostener, a esta altura de lo escrito, que no se atisba ese optimismo que necesitamos. Sucede que para volver a la confianza tenemos que detectar precisamente nuestros males. Es la única vía para erradicarlos. Cuando la noche es más negra se atisba el amanecer cercano. Cuando la crisis es tan honda se otea un cambio de época. El primero de nuestros males es que nos ha atrapado el escepticismo. 'Esto no lo arregla nadie'. En ese contexto todo nos saldrá enrevesado. Estamos trabados. La Argentina tuvo sus etapas: Independencia, Organización, Paz y Administración, Voto Universal, Justicia Social, Desarrollo. Hoy denominaría - sin alardes creativos - a nuestro tiempo como el de Verdad, Unión y Progreso. La falacia nos ha castigado hasta las entrañas y nos hecho uno de los pueblos más desconfiados en sus instituciones y líderes. La división es enfermiza, agravada por el individualismo. Del progreso, ¡para qué comentar! En su nombre hemos derramado pobreza y atraso por doquier. He conocido desde la Antártida - científicos de primer nivel - hasta Jujuy o Formosa a gente bien formada, moral, intelectual y profesionalmente. Debemos ponerlos en la escena colectiva. No es aceptable que recurrentemente apelemos para obtener las soluciones a los mismos actores que nos condujeron a esta frustración. Si carecieron de destreza en el pasado, hoy, más añosos, seguirán chapuceros o peor. La única habilitada para articular soluciones es la política, justamente la más desacreditada. Resolver este círculo, peor que vicioso, diabólico, es clave. La principal faena debe ser reconstruir la política. Los protagonistas tendrán que ser mayormente quienes han estado ajenos a ella. Es hora de enterrar el 'no te metás'. Es tiempo de un ciclo optimista, emprendedor, mutante, confiado. Es época para restituir a la ambición nacional y mandar al ostracismo a la codicia personal. Es la Argentina, todavía...
El autor es Presidente de UNIR (Unión para la Integración y el Resurgimiento))pncunir@yahoo.com.ar
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