sábado, 13 de noviembre de 2010

EL RENACER DE LA POLITICA

* Adrian Freijo
www.noticiasyprotagonistas.com


Aquellas sociedades que intentaron democracias corporativas –que sería el sucedáneo más cercano a las democracias partidistas- terminaron inevitablemente en dictaduras. No existe alternativa: es la política o el vacío. Por eso es fundamental recrearla, reencontrarla y jerarquizarla.
Creer que la muerte de Néstor Kirchner puede disparar una crisis política en el país es, al menos, exagerado. Cierto es que el panorama ha cambiado, que ello supone reacomodamientos y que el eje del poder real tendrá que ubicarse prontamente en otra posición. Pero la realidad de los últimos años (¿décadas?) en la Argentina indica que aquella crisis ya estaba entre nosotros, y que la política –que siempre debe dar las respuestas que la sociedad exige- brilla por su ausencia o desluce por su presencia.
Cada etapa del país nos dejó una huella indeleble. El primer peronismo signó la vida nacional con la participación activa de hombres y mujeres en el debate y en la acción; los sucesivos golpes militares inculcaron en la sociedad el miedo a aquella actividad que a su vez fue argumento suficiente para desprestigiarla.
Pero las últimas experiencias de ambos fenómenos de la política nacional tuvieron consecuencias mucho más graves y permanentes que aún estamos padeciendo. El peronismo derrocado en 1976 era un peronismo prostibulario, salvaje y enajenado que mezclaba el poder con la muerte y la patria con un campo de batalla. La sensación de alivio que una parte importante de la sociedad argentina sintió con el advenimiento, una vez más, de los “militares salvadores del orden”, es más que indicativo de ello.
Claro que esa sociedad ingenua –y culturalmente acostumbrada al péndulo civiles/militares- no podía siquiera sospechar que aquella ordalía de muerte que parecía estar alejándose, en realidad apenas comenzaba a asomar. Lo demás es conocido, pero siempre vale la pena recordarlo y sintetizarlo: entre 1970 y 1983, Argentina fue muerte, violencia, torturas, desapariciones, decadencia, miedo, terrorismo, gritos, guerra, humillación, dolor y encono.
¿Cómo pretender que todo aquello no dejara huella? ¿Cómo creer que el odio y la revancha puedan ya haber desaparecido? Porque en ese lapso nos encontramos con los familiares y amigos de los desaparecidos, pero también nos encontramos con quienes perdieron todo lo que habían conseguido en una vida de trabajo por los delirios económicos de uno u otro gobierno, dictatorial o democrático. Y nos encontramos con quienes dejaron a sus hijos muertos en una guerra absurda, y con quienes llevan aún en sus cuerpos y sus almas las huellas de la tortura, la cárcel, el dolor y la humillación de la pérdida de la libertad.
Pero por esta vía del dolor también caminan aquellos que vieron partir a sus hijos a buscar en tierras lejanas lo que aquí no podían encontrar; hombres y mujeres que no conocen a sus nietos, y probablemente no los conozcan nunca. Del otro lado del mundo, miles de argentinos desarraigados que están donde no hubiesen querido estar, viviendo tal vez cómodas vidas que no hubiesen querido vivir, y que saben que en alguna hora próxima recibirán la noticia de la muerte de su padre o su madre, a los que nunca volverán a ver.
También marchan los que, con un compromiso real, no épico, natural, con su república han visto irse los años sin poder lograr al menos un poco de estabilidad para sus vidas y de luz para su futuro.
A todos estos dolores –y muchos más que seguramente el lector recordará- debió curar la política como arte de lo posible y como amalgama del sentido gregario del ser humano. Una política que, en el caso argentino, podía además contar con una intensa acumulación de experiencias cercanas que le permitía sumar a la memoria como invisible aliado. Pero no supo, no quiso o no pudo.
Al miedo paralizador de la dictadura le siguió una primavera de participación y alegría que prontamente estallaría en la falta de respuestas sociales y económicas del gobierno de Raúl Alfonsín. Ello sería luego utilizado perversamente por los cultores del neoconservadurismo, que terminaron por convencernos de que las ideologías habían muerto y con ellas había sido enterrada la actividad política.
Poco a poco la comunidad comenzó a darse cuenta de que el único interés de sus dirigentes –y los aspirantes a serlo- pasaba por acomodarse, buscar su propio enriquecimiento y “elevarse” en la escala social, aunque la gente los rechazara. En esa búsqueda enferma del propio beneficio, los políticos argentinos comenzaron a convertirse en saltimbanquis que iban de partido en partido, que engañaban a la gente sin pudor alguno, pidiéndole un voto que luego no cumplirían, o prestándose obscenamente a integrar “listas testimoniales” para quedar bien con el poder de turno.

Y asesinaron la confianza del pueblo e hirieron de muerte a la política.

Las especulaciones que por estas horas existen acerca de qué es lo que va a hacer tal o cual dirigente, las alianzas absurdas que se tejen a la luz del día, y las que se tratan en las sombras, el manoseo previsible –una vez más- del calendario electoral a gusto y placer de la conveniencia del poder, la inocultable alegría de algunos dirigentes del oficialismo porque “la muerte de Kirchner potencia las posibilidades electorales de Cristina (¡!)” y hasta la miserable actitud de quienes fueran candidatos de sectores opuestos para reingresar a una banca por la ventana que sea, indican a las claras que estamos en un problema serio. Muy serio.
Porque más allá de nuestra trágica experiencia, la política es el único camino para consolidar un sistema democrático y republicano. No existe otro. Aquellas sociedades que intentaron democracias corporativas –que sería el sucedáneo más cercano a las democracias partidistas- terminaron inevitablemente en dictaduras.
No existe alternativa: es la política o el vacío. Por eso es fundamental recrearla, reencontrarla, y jerarquizarla. No con slogans, no con preconceptos, no como instrumento del fanatismo. No, lamentablemente, como comienza a percibirse que intenta el poder de turno.
La política que necesitamos es la que crece en la participación de la gente dentro de su núcleo social. En la cooperadora del colegio de su hijo, en la sociedad de fomento, en el lugar de trabajo defendiendo sus propios derechos y los de sus compañeros, en las miles de ONG que intentan paliar el dolor ajeno y, por supuesto, en los partidos políticos.
Porque el arribo de miles y miles de argentinos a la actividad permitirá cambiar las reglas de juego, airear la vida institucional y sacarnos de encima, por fin, a toda esta caterva de impresentables que, vacuos y engolados, pretenden ser la representación encarnada de nuestra república.Vale la pena internarlo.

Una generación a rescatar

Tendríamos que terminar de ver a la generación setentista como tan sólo un grupo ideologizado por izquierda y por derecha con marcada inclinación a la violencia. La inmensa mayoría de quienes la integraban no tuvieron nada que ver con aquella historia negra del país, y son hoy hombres y mujeres en plena madurez y con experiencias tan dolorosas como enriquecedoras. Personas que fueron capaces de transitar y crecer en un país delirante y salir de aquello sin siquiera confundirse acerca de cuál era el camino.
Tal vez el mayor riesgo de esta costumbre de reescribir la historia sea ese: el de sumergirnos en una calesita sin fin de vencedores y vencidos alternativos.
Cuando se pretende recalificar los ‘70 –para reivindicarlos o para denostarlos-, se incurre en el error de abandonar al costado del camino a cientos de miles de conciudadanos plenos, útiles y lúcidos con la lucidez del dolor. Los ‘70 fueron también años luminosos en los que la humanidad, y nuestro país con ella, comenzó a dejar atrás las concepciones maniqueas que justamente reivindicaron los violentos que todo lo dividían en “buenos y malos”. Y fueron años creativos, bulliciosos, llenos de la búsqueda de caminos nuevos en todas las disciplinas.
Por esas ironías insólitas del destino, una vez más los seres oscuros y violentos lograron que vivamos casi con vergüenza la maravillosa experiencia de aquellos años bisagra en la cultura del mundo. Rescatemos aquella generación. Consultémosla en la figura de las personas comunes, tranquilas, civilizadas que la integraron.
Y seguramente vamos a llevarnos una gratificante sorpresa.

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