domingo, 11 de septiembre de 2011

MAQUILLAJE

Por Adrian Freijo
para Semanario Noticias y Protagonistas



En la Argentina, la “cultura del maquillaje” va ganando terreno. Ya no basta con maquillar la inflación, los pobres o la desocupación: ahora nos convertimos en expertos en eso de maquillar la muerte.
La muerte de Candela Rodríguez ha sido el tema excluyente de la semana, como alguna vez lo fue la muerte de Axel Blumberg o como lo han sido y lo serán tantas otras muertes. Mientras estas se suceden sin solución de continuidad, los representantes del Estado van ganándole una vez más la pulseada a la llamada “sociedad anómica”, un neologismo elegante para evitar reconocerla como la sociedad marmota.
Cuándo todos nos vimos conmocionados por la muerte de Axel, el Gobierno tembló; centenares de miles de personas salieron a la calle para exigir más seguridad (ya por entonces el tema era dramático) y comenzaron a hacer aquello que tan pocas veces sabemos hacer los argentinos: exigir y, además, tomar el destino en nuestras propias manos.
De repente apareció la gran solución para terminar con el fenómeno Blumberg: descubrimos que aquel señor con cara de Quijote doliente que encarnaba –a pesar de sus propios errores- el temor y la angustia de miles de padres, no era ingeniero. Y ya está; se terminó. Su falta de título universitario y su al menos poca claridad para explicarlo fueron maquillaje suficiente para enterrar definitivamente a Axel, al padre de Axel…y a la muerte de Axel.
Con Candela pareciera seguirse el mismo camino. Una autopsia que demuestra un despertar sexual tan prematuro como habitual en una sociedad desintegrada, hedonista y grosera, y una familia más emparentada con el delito que con la visión que fariseamente tenemos de la “familia tradicional” en el país de los planes sociales; la cultura de la viveza criolla; la circulación incontrolable de la droga. Los temores que cada día los padres demostramos por poner límites a nuestros hijos; la compulsión por el “tener” frente a la luminosidad del “ser”; la corrupción enquistada en la más maravillosa de las actividades del hombre que debería ser la política; la preeminencia de los violentos por sobre los pacíficos y tantas cosas más, ya son preámbulo de un olvido rápido o, al menos, una confusión dramática para la simple salud mental: estamos frente a una niña a la que por lo que fuese le quitaron la vida.
¿Qué diferencia encontramos en estos casos con aquel terrible “algo habrán hecho” de un pasado que sigue estando entre nosotros porque le pertenece a la cultura argentina y no a un insignificante grupo de militares criminales y trasnochados que eran también emergentes de la misma?
Seguimos maquillando la realidad encontrando siempre un culpable y un pretexto. Seguimos creyendo que si Blumberg no era ingeniero y si la mamá de Candela es una delincuente, el tema es menos grave.
¿Menos grave?; en el contexto de una fuerza policial que siempre está involucrada en los tantos casos que nos conmocionan, ya sea por la participación directa de sus hombres o por la ineficiencia criminal al momento de encarar una investigación, esto no parece muy lógico. En una sociedad que no encuentra respuestas firmes y efectivas en sus autoridades que hacen de la cuestión un tema de “costo-beneficio” político poniendo la intención de voto por sobre la vida humana, tampoco. En una administración de justicia que con la florida palabra de sus protagonistas trata de explicar que en la Argentina los delincuentes no tienen que estar en la cárcel y que está bien que los ciudadanos vivan enrejados, menos.
Pero no son ellos – policías, políticos y jueces- los responsables. Somos nosotros; cada uno de nosotros y todos a una. Porque seguimos dejando que la amoralidad entre en nuestros corazones sin hacer otra cosa que recibirla alegremente. Porque preferimos un poco de bienestar personal aunque veamos que a nuestro alrededor se mata a semejantes como si fueran ratas. Porque si nuestro hijo no se droga, miramos con indiferencia –disfrazada de vacua indignación- cómo envenenan a miles y miles de jóvenes sin que nadie desde el poder haga nada para evitarlo. Porque podemos salir por millones a la calle para reclamar nuestros ahorros, pero somos reticentes a la hora de acompañar a quienes sufren el desgarro de una muerte injusta.
Y porque además de aquel patético “algo habrán hecho”, hemos sido capaces de dar vida a conceptos como “robó pero hizo”, “hay que matarlos a todos”, “y… seguro que ella lo buscó” y cosas por el estilo.
La ausencia impúdica de los llamados organismos defensores de los derechos humanos en estas cuestiones que tanto nos duelen a los ciudadanos, lanzados como están en jauría a la caza de diputaciones, beneficios personales y dineros públicos para el beneficio privado, es otra fotografía tenebrosa del alma nacional. ¡Tanto llorar algunos muertos, y tanto olvidar a tantos otros! ¿Es que estos merecían su destino por no tener el “compromiso militante” de aquellos? No lo sé; para algunos de nosotros la vida es suficiente “compromiso militante”, además de ser un derecho sagrado.
En algún lugar Axel, Candela y muchos otros estarán preguntándose por qué llegaron allí antes de tiempo. Pero si es verdad que desde ese lugar puede observarse lo que aquí pasa, estoy seguro de que muchas ganas de volver no deben de tener. Porque el alma, la eternidad o lo que sea, tiene contacto con algo que los argentinos hemos dejado en el camino hace ya demasiado tiempo: la verdad. Y la verdad, como los años, tan sólo se disimula con el maquillaje, nunca se logra que desaparezcan realmente.
Y después de la mentira viene la decrepitud del alma; y tras del maquillaje, viene la decrepitud del cuerpo. Nada menos que eso.

Que nunca nos ocurra esto

Abrigo un temor que me congela. Tengo miedo de que esta sociedad pendular y amoralizada, que es capaz de construir sus instituciones en base al humor del momento y no al honor de la vida, resuelva una mañana que la democracia ya no le sirve. ¿Cree usted que no es posible?, ¿en serio lo cree?
Si estallara el modelo económico –lo que ha pasado tantas veces- y viéramos nuevamente en riesgo nuestros ahorros, cualquier cosa podría pasar en la Argentina. No olvidemos que en 2001 pedíamos a gritos que se fueran todos los que hoy endiosamos, y estábamos dispuestos a lo que fuese para que los bancos abriesen sus puertas y nos devolvieran nuestro dinero. ¿O no?
Seguimos siendo los mismos que no vimos nada en los setenta, cambiamos la construcción institucional por el apuro en lograr respuestas económicas en los ochenta, paseamos por el mundo como millonarios sabiendo que detrás dejábamos a miles de compatriotas sin trabajo y sin futuro en los noventa, y seguimos mirando hacia el costado frente al gobierno más corrupto de la historia porque los parámetros de consumo nos satisfacen.
¿Por qué no entonces? Para adherir a la democracia –y hacerlo desde el fondo del alma- hay que amar al prójimo y respetar sus derechos; hay que estar dispuesto a dar la vida por las libertades públicas de todos y no tan sólo de las mías. Y hay que saber aquella pequeñez de que mis derechos terminan cuando empiezan los de los demás.
¿Somos así? Por cierto que no. ¿Y entonces?

Evitar esa pregunta

Cuando observo la indiferencia de nuestros gobernantes ante el drama de la sociedad; cuando veo que las estadísticas de las víctimas del delito superan a la de los muertos por la represión del Proceso; cuando tomo nota de la cantidad de personas desaparecidas durante los últimos años y escucho a quienes encarnan el Estado hablar alegremente de estadísticas absurdas, acciones imaginadas y compromisos inexistentes, entra en mi alma un miedo aterrador: ¿qué pasará si en medio de dificultades económicas alguien se pregunta en voz alta por qué si Cristina, Scioli y compañía no saben qué es lo que está pasando a su alrededor, Videla debió haberlo sabido?
Cuando ello ocurra habremos muerto como sociedad, salvo que en conjunto resolvamos que se agotó para siempre el tiempo de los providenciales y que, cueste lo que cueste, hay que darle paso a los verdaderamente institucionales

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