domingo, 25 de enero de 2009

EL CULTO A LA POBREZA

Uno de los principales males que afecta a la sociedad argentina es el de la valoración negativa sobre aquellos de sus miembros que progresan económicamente. Enriquecerse es, en Argentina, poco menos que un pecado mortal. Mientras ese prejuicio exista, será imposible que nos desarrollemos. Y, por desgracia, son demasiados quienes, desde la política, lo fogonean.


Es natural que, salvo para los simpatizantes de Boca y River, los aficionados al fútbol deseen que esos equipos pierdan cuando enfrentan a rivales ostensiblemente más débiles. Aun cuando no con la misma intensidad que en la nuestra, en todas las sociedades del planeta ocurre algo similar. La simpatía por el más débil es una característica universal del ser humano.
Sin embargo, cuando trasladamos esta tolerable y simpática “discriminación” al campo de la política y la economía, nos metemos en graves problemas. Y eso es lo que ocurren en muchas de las sociedades subdesarrolladas, como las latinoamericanas. Y dentro de ellas, la argentina no constituye una excepción. Antes, más bien, un pernicioso ejemplo extremo.
Si bien es verdad que hay etapas en las que este destructivo prejuicio es mucho más evidente, y otras en las que pasa un poco más desapercibido, lo cierto es que desde hace más de medio siglo este mal ha ido creciendo. Y no sólo, como algunos podrían suponer, entre las capas económicamente más castigadas de la población sino también, extrañamente, entre las medias.
La que actualmente atravesamos es, además, una de las décadas en las que más énfasis se puso en separar, enfrentar y malquistar a los distintos estratos de la población. Con un mensaje tan demagogo como hipócrita –ya que ellos mismos, en muchos casos, no han dejado de enriquecerse a una sorprendente velocidad-, los actuales gobernantes transmiten permanentemente un mensaje corrosivo, a veces subliminal y a veces directo, con el que culpan a las clases económicamente altas de todos los males que sufren los millones de pobres argentinos.
El reciente enfrentamiento con el campo –que no ha cesado, ni mucho menos- es una muestra contundente de esa retrógrada política que, bajo la falsa consigna de que corresponde sacarle a los que más tienen para redistribuir entre los que tienen poco y nada, no hace otra cosa que intentar paralizar el progreso económico de los sectores más dinámicos de la población. Dicho en palabras más llanas, cuando el fruto del trabajo y el esfuerzo es el progreso económico, la mayor parte del mismo debe ser expropiada por el Estado para los fines que quienes lo conducen consideren más apropiados.
En el siglo XX esas retrógradas políticas dieron sustento a los regímenes políticos más autoritarios que más postergaron el desarrollo humano de sus sociedades. Sin embargo, parece que para muchos políticos argentinos no fue muestra suficiente de su inconveniencia. Antes, más bien, creen –o pretenden hacernos creer- que fue la inoperancia de sus líderes la que evitó que tales proyectos llegaran a buen puerto. De ahí, por ejemplo, el encandilamiento que sienten por la revolución cubana y por sus líderes, que desde hace semanas ocupan más horas en la televisión pública que cualquier otro acontecimiento nacional o internacional.
Este dañino mensaje ha logrado, en sociedades como la argentina, un alto grado de penetración y aceptación. Su contrapartida, el mensaje que propone una cultura basada en el esfuerzo personal a través de la dedicación pertinaz al estudio y al trabajo, y que propugna el crecimiento individual hasta el punto que aquel esfuerzo personal lo permita, son vistos como mensajes reaccionarios y hasta fascistas por los interesados en mantener un statu quo mental, que tantos beneficios trajo a sus promotores políticos y sociales, y tantos males a sus seguidores.
La gente de campo es, como en esta misma columna fuera expresado cuando la confrontación con el Gobierno recién comenzaba a levantar temperatura, uno de los pocos refugios, sino el último, en que el corrosivo mensaje del odio al progreso económico no penetró lo suficiente como para disolver una cultura previa de esfuerzo constante y dignidad bien entendida. La batalla, como está dicho, todavía sigue. Y el resultado es incierto.
Esta desproporción entre las parcelas de sociedad enviciadas con los mensajes populistas que desalientan el esfuerzo, disfrazando al Estado de un extemporáneo Robin Hood que proveerá de todo el bienestar a los pobres sin que éstos tengan que aportar demasiando de sí para alcanzarlo, y los pocos focos de resistencia que se niegan a caer bajo el influjo de esas falsas consignas, ha tenido por ahora un claro ganador. El de los populistas, a los que Borges magnánimamente tildó de “incorregibles”.
No será posible que haya pequeños productores prósperos que hagan florecer las economías de miles de pueblos del interior si, simultáneamente, no existen grandes empresas agropecuarias que acrecientan sus fortunas que, seguramente, quedarán en manos de pocos. La utopía marxista de la igualdad en el reparto de los bienes materiales no sólo es impracticable: es inhumana, corrosiva, desmoralizadora, creadora de castas de dirigentes tiranos, y una fuente inagotable de la peor de las corrupciones.
Y sin embargo, al calor de la ignorancia de los pueblos, todavía sobrevive en vastos territorios del planeta. Entre ellos, esta fértil pradera sudamericana.
No va a ser posible cambiar la anquilosada mentalidad de una dirigencia tan desconectada del mundo real como corrupta en uno o dos períodos gubernamentales. Así como tampoco es posible desterrar de las cabezas de nuestra sociedad, en ese lapso, los falsos conceptos con que se las contaminó por décadas.
De lo que se trata es de empezar. Todas aquellas sociedades que lograron superar estas adolescentes etapas de sus vidas, todas, sufrieron mucho para lograrlo. Pero todas ellas, todas, tuvieron su recompensa en una calidad de vida acorde al desarrollo que la humanidad alcanzó a esta altura siglo XXI. No es que no tengan problemas, aprendieron a enfrentarlos, y superarlos.
La nuestra todavía se encuentra bajo los efectos hipnóticos del miedo. Aquellos que lo difunden, advirtiéndonos que si no nos resignamos a vivir de la caridad de un estado benefactor sin pretender más que lo que este se digne a darnos, también empiezan a tener miedo. Miedo a no ser escuchados, y a que despertemos.

Peor que un crimen

Dejamos ex profeso algunas importantes aclaraciones para esta columna secundaria, de manera que el énfasis de la principal estuviera claramente puesto en intentar rebatir la constante prédica que día a día nos taladra el cerebro con manifestaciones en contra del progreso económico individual, más allá de ciertos niveles mínimos.
La primera aclaración es que el fomento del desarrollo individual debe ser acompañado de la prédica a favor de la solidaridad social. Por supuesto, una cosa no está reñida con la otra, como de manera maniquea pretenden hacernos creer los fabricantes de pobres. En los países de cultura sajona se puede apreciar claramente cómo bienestar individual y solidaridad social son dos conceptos que suelen caminar de la mano. Y si bien, obviamente, no es necesario adoptar otras culturas para convertirnos en mejores individuos o mejores sociedades, es sano copiar prácticas probadamente positivas para el conjunto social.
Creer que porque el gobernante nos llama compañero, o porque sermonea llorosos discursos en los que declama su amor por los pobres –las más de las veces, siendo ellos mismos millonarios, como en el caso de nuestros actuales presidentes conyugales- estamos en buenas manos, es un terrible error.
Un gobernante que en verdad quiera ver crecientemente feliz a su pueblo no se fija tanto en qué tan difícil es el camino a recorrer, y mucho menos en la popularidad que pueda perder al recorrerlo, sino que pone su mira en el horizonte de los objetivos y comienza a recorrer el camino.
Por desgracia, esa clase de gobernante no abunda por estas latitudes. Y para mayor calamidad, sobran aquellos que medran con la postergación masiva. Claro que hay quienes simplemente tienen buenos deseos y no pueden distinguir las intenciones buenas de las verdaderas de los gobernantes populistas.
Ese atenuante no los exime de culpa. No se puede ser ingenuo toda la vida. Y menos en cuestiones que hacen al porvenir de las personas y, por ende, de las sociedades.
Como dijera Talleyrand (según otros, Joseph Fouché), esa ingenuidad es peor que un crimen. Es un error.
Autor/Fuente:Enzo Prestileo (Semanario Noticias y Protagonistas)

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