martes, 10 de noviembre de 2009

LA INSEGURIDAD, UN DEBATE CON ESPASMOS QUE ATACAN DE A RATOS

*Eduardo Cao
http://www.elretratodehoy.com.ar/



La discusión del momento, como en innumerables momentos anteriores, se matiza con reacciones temblequeantes, agitados y crispados. Espasmódicas, en síntesis. El tema es la inseguridad y los chicos que delinquen. Se debate otra vez con muchas palabras, idénticas a ocasiones anteriores. Sólo eso, palabras.
"¿Es normal que un menor de 12 ó 13 años que ya cometió delitos pueda pasear solo de noche?" (ministro del Interior de Francia, Brice Hortefeux, al sugerir que se les prohibiera salir a la calle porque eso "alimenta las bandas, la violencia y el tráfico de droga") “No sería más que el vigésimo tercer texto del gobierno sobre la seguridad. Cada vez que hay un problema (el Gobierno) intenta hacer creer que basta con votar una ley para que cambie”. (Martine Aubry, primera secretaria del Partido Socialista francés, respondiendo a Hortefeux) Fue en Francia, país del Primer Mundo, que no tendría definido – según lo transcripto- cómo enfrentar la delincuencia infanto – juvenil. Aquí, en la Argentina estamos mejor: no sabemos tampoco qué hacer ante el auge de los menores que roban y matan, pero por lo menos tenemos resuelto un modelo: el espasmódico. La certera definición corresponde a la colega María Fernanda Villosio, autora de un pormenorizado informe sobre la inseguridad publicado el 27 de junio de este año en la revista Noticias.Espasmódico es sinónimo de agitación, crispación, temblor. También de una reacción que se da de tanto en tanto. Y de tanto en tanto la sociedad argentina tiene reacciones espasmódicas y sus gobernantes también. Hoy sufrimos otra vez un espasmo: el de la inseguridad. Es el resultado del ataque sufrido por el ex futbolista Fernando Cáceres, que libra dura batalla contra la muerte con final incierto. Antes se habían producido otros espasmos: las multitudinarias marchas de Blumberg, las de Mar del Plata, disparadas, por los asesinatos de Pablo Dagatti y Dalina Di Mauro, y las cientos de manifestaciones por las también cientos de víctimas, antes y después de las mencionadas, de la violencia delictual. Fueron apenas reacciones de una sociedad agredida ante hechos puntuales que tuvieron inmenso eco mediático.Mientras, en los poderes del Estado (Gobierno, Justicia y Congreso) se optó, y se sigue optando, por la palabra encendida, el discurso de compromiso y el anuncio de acciones que jamás se concretan. Hasta la próxima víctima, salen del paso ante el reclamo social.En paralelo, se politiza la grave situación. Como si el delito tuviera ideología de derecha o de izquierda. En esa concepción ideologizante, se nutrieron los extremos: la “mano dura” y el “garantismo”, ambos a ultranza. O “meter bala” o abrir la puerta para que los delincuentes “salgan a jugar” con las vidas ajenas. El eterno dilema de los argentinos, los mandantes y los del llano.Según un informe de Latinbarómetro que data de 2007, “el análisis del tema de la delincuencia es particularmente interesante porque el desempleo cae como problema principal y la delincuencia sube, llegando ambos este año a un mismo nivel de importancia”. “El 73% de la región (América Latina) dice temer al delito con violencia… () la delincuencia será el problema de la región… El clima de opinión refleja que la delincuencia constituye una amenaza; resulta paradojal que por parte de la población surja una agenda que corresponde a las banderas de la derecha en una región donde el discurso ha enarbolado las banderas de la izquierda, en un contexto en el que, debido a la innumerable cantidad de elecciones, la región se politiza y se moviliza, y que produce un crecimiento del centro político”, concluía ese documento hace dos años. Como si fuera hoy. A pesar de esa y otras advertencias, ese hoy nos encuentra a los argentinos en condiciones de desamparo ante el delito, que creció casi un 150 por ciento desde 1991. Con las fuerzas de seguridad carentes de recursos y sospechadas de corrupción, con funcionarios que reclaman, sólo cuando un hecho conmocionante atrapa a la opinión pública, bajar edades de imputabilidad, se dedican a criticar al que los precedió en el cargo, y con las mismas políticas de siempre, las de la miopía.Una de los deberes institucionales del Estado, es brindar seguridad a la sociedad. Atacar el delito es apenas una parte de esa premisa. También debe determinar las medidas para evitarlo: educar, asistir, contener, prevenir y, al final, castigar. Si de educación formal se trata, las falencias son notorias y, por desgracia, palpables casi a diario. En nombre de una libertad que termina conculcando libertades, se ha borrado la línea que separa a los educadores de los educandos. Unos que han estudiando y otros que están estudiando, fueron igualados por políticas educativas erráticas. Y nos referimos al respeto mutuo, un valor perdido en una sociedad desvalorizada. “El proceso de enseñanza nunca es una mera transmisión de conocimientos objetivos o de destrezas prácticas, sino que se acompaña de un ideal de vida y de un proyecto de sociedad”, escribía el filósofo español Fernando Savater en 1997.Asistir se confunde desde el poder, con el asistencialismo dadivoso y, por desgracia, paternalista de un Estado con componentes institucionales que tienen un norte: la reelección constante. Esto se traduce en promesas electorales, en planes sociales otorgados por punteros, en hospitales públicos inaugurados con apuro electoral, que, además de contar con precarios recursos económicos y profesionales, están envueltos a diario en conflictos laborales. Y la lista continúa.En la contención, también hay abismos entre lo que debe ser y lo que es. La Argentina ocupa uno de los últimos puestos en gastos (inversión) en políticas sociales: apenas el 9 por ciento de su producto bruto interno. Contener también significa educación, la no formal, la que nace del medio que rodea y en el que se desarrolla el ser humano. La inseguridad nace en ese factor: la mayor parte de los reclusos en cárceles argentinas, no han tenido una familia detrás, no ha habido una familia educadora, una familia que brinde amor y oriente la vida de los hijos.Mar del Plata, una de las ciudades con mayor desempleo en el país, figura en ese factor de riesgo: un estudio del Instituto para el Desarrollo Social Argentino (IDESA) señalaba que el 40% de los pobres tiene menos de 18 años, con lo que se deduce que casi 35.000 adolescentes se desarrollan en riesgo social permanente.En tanto, para el director de la Niñez y la Juventud de la Municipalidad, “en los últimos años la situación ha empeorado en forma aceleradísima”, mientras el fiscal del Fuero de Responsabilidad Penal Juvenil, Walter Martínez Soto, es más drástico: “en 20 años ha crecido la violencia y la marginalidad y el Estado está ausente”. Ni más ni menos que la realidad, por ahora encerrada en un diagnóstico que las políticas públicas nacionales y provinciales, han omitido, impotentes, por error u omisión. Mucho de ambos.Hay que recordar que Mar del Plata fue la primera ciudad del país en la que su población urbana utilizó el método de la rejas para aislarse de la delincuencia. Fue allá por mediados de los 80 cuando aparecieron las primeras casas “fortificadas”. Un informe periodístico de la época, acompañado de fotografías, causó furor entre autoridades y las llamadas “fuerzas vivas”. Reaccionaron como los habitantes de Amity Island en la película “Tiburón”: negando una realidad que, años más tarde –ahora- golpearía con su cruda realidad, agravada en estos últimos 24 años por la proliferación de la droga y el alcohol.El ministro de Seguridad bonaerense, Carlos Stornelli, aseguró días atrás que "se mata con droga, se mata por droga" y pidió debatir la imputabilidad de los menores de edad. Después se enfrascó en un debate dialéctico, estadístico e infructuoso con su predecesor en el cargo, León Arslanián.El “paco” es la droga de los pobres y marginales. Destruye y es barata, pero cuesta. En la mayoría de los casos policiales, aparece como motor de la violencia demencial.Los ejemplos son elocuentes: “El Angel”, rubio y de ojos claros, tiene 14 años. El mes pasado roció con combustible y luego prendió fuego a otro menor de 13 años, quien sufrió quemaduras en el 30 por ciento de su cuerpo. Ocurrió en un barrio periférico de La Plata, en una esquina del barrio Altos de San Lorenzo, en la periferia de la capital provincial. Era “conocido” por la policía que lo detuvo tras robar, días atrás, una moto y tirotearse con los agentes: había cometido 60 hechos delictivos desde 2008 hasta ahora. Más al norte, en San Isidro, el protagonista fue un chico de 16 años. Lo detuvieron por asaltar y balear a un funcionario judicial. Puesto cara a cara con la fiscal del Fuero Penal Juvenil que había pedido que lo internaran en un instituto, la amenazó a futuro cercano, cuando saliera (o se fugara): “A vos te voy a robar esos anillos que te comprás metiendo en cana a pibes chorros como yo”.Otro fiscal también del conurbano, escribió en una carta publicada en medios digitales que “es inútil bajar la edad de imputabilidad si no se hace más para rescatar a los jóvenes de la marginación y de la droga”. “Las madres de estos chicos –aseguraba el funcionario- recorren los tribunales pidiendo que internen a sus hijos, y nunca lo consiguen. Se les dice que no están tan graves como para ser internados, y se les prescriben tratamientos ambulatorios ineficaces. No hay recuperación si no se aísla al adicto del entorno nocivo. Para ello el Estado debe solventar fuertemente la creación de centros de internación”. “En una ocasión logré que internaran a uno de estos jóvenes sólo despues de acusar a los psiquiatras forenses de abandono de persona. Si no, lo habrían dejado que siguiera su camino hacia la cárcel o la muerte”, es parte de la conclusión del mismo fiscal. La asistencia, en definitiva, parece ser producto de buenas intenciones individuales y muy pocas veces, o casi ninguna, de políticas de Estado.La prevención, a su turno, es también parte de lo que la colega Villosio definía como “modelo espasmódico”. No es represivo, como en Estados Unidos donde el índice de delitos bajó un 30 por ciento en base a leyes que se cumplen y a policías (no todos buenos ni todos malos) bien equipados y remunerados, que actúan con firmeza. Tampoco es el mixto de Chile, el país más seguro de Latinoamérica, con mínimos índices de homicidios y máxima población carcelaria por la dureza de sus normas penales. Lejos de la Argentina, Gran Bretaña practica el “método preventivo” poniendo énfasis en el gasto social; así logró un descenso del crimen en un 45 por ciento. Tomando algo de cada uno (policías, bien entrenados y bien pagos, que cumplan la función, autoridades que antepongan la obligación de dar seguridad a la costumbre inveterada de pensar en su propio futuro político y económico y una sociedad que repudie y desplace la corrupción como un problema sin solución y le dé categoría de lo que es: un delito), se comenzará a transitar el camino de la tranquilidad pública.Además, creer que se termina con la delincuencia endureciendo las leyes penales, es pensar en una aspirina para el cáncer social. Los delincuentes, sean juveniles o mayores, adictos a cualquier droga crecen y se desarrollan en un entorno donde su propia vida no tiene valor. Para ellos, la libertad tiene precio: el de lo que cuesta un gramo de aquello que los haga evadirse de la realidad. Destruído su razonamiento, el futuro no se les presenta con siquiera una posibilidad de bienestar. El Estado ausente y la sociedad ocupada en “salvar la ropa”, no les otorgan ese beneficio; más bien, les pone vallas.Y llegamos al castigo. “Lo más cómodo es encerrar”, según Miguel Cillero Bruñol, especialista en Derecho Penal y consultor de UNICEF en Chile. El abogado trasandino sostuvo, en un reportaje de Página 12 que el "mayor castigo no asegura la paz social”. Mucho se ha hablado y escrito sobre la situación en las cárceles argentinas, que debieran ser sinónimos de castigo pero también de rehabilitación. La vigilancia, tratamiento y resocialización de los presos son deberes ineludibles del Estado. Se cumplen a veces, muy pocas, en los dos primeros aspectos. En el tercero, hay una ausencia alarmante del propio Estado y sus consecuencias las paga la ciudadanía.Resocializar significa reinsertar al individuo en la sociedad. No se consigue sólo con el castigo que significa perder la libertad. El estado y funcionamiento de los institutos penales argentinos, impiden cualquier buena intención en ese sentido. Hay, en el país, algo más de 130 presos por cada 100.000 habitantes. En la provincia de Buenos Aires existen 25.000 presos , que aumentan a un ritmo de 300 por mes. La tasa de encarcelamiento creció en esa provincia un 109% en los últimos ocho años, mientras que en igual período en Estados Unidos aumentó un 19% y en Chile un 73%. Son números oficiales, que traducen, aún en el análisis más primario, carencias del Estado en la trilogía del poder mandante, Ejecutivo, Judicial y Legislativo.Los problemas, en las cárceles argentinas, sólo tienen atención político-social cuando estalla una tragedia en su interior. Entonces, vuelve a producirse el debate ideológico, pero por un rato no más, Exactamente el que transcurre entre el motín y su desenlace, muchas veces sangriento. Antes y después el tema es basura que se esconde bajo la alfombra.En el final, tres frases para meditar:1) "¿Qué importancia tiene para la sociedad si el que mata a una o dos personas tiene 15 ó 16 años, si el daño es el mismo?" (Ricardo Ivoskus, intendente de San Martín)2) “ En un país como la Argentina, es fácil frenar la tendencia ascendente en criminalidad si se corrige la obsesión con el derecho penal, que se centra en el castigo” (Irvin Waller, profesor de Criminología y presidente del Centro Internacional para la Prevención de la Criminalidad).3) “Esto nos obliga a ir adaptando la legislación vigente. Muchas veces algunos sectores se han resistido, pero creo que ante un clamor popular de más firmeza, dureza, rigor y orden, tenemos que hacer todo lo que esté a nuestro alcance dentro del Estado de derecho” (Daniel Scioli, al referirse al ataque al ex futbolista Fernando Cáceres)

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