*Jose Luis Jacobo
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La tilinguería está entre nosotros: la vemos en cada acto de la cotidianeidad, y sacude la vida pública de manera feroz. El tilingo, al que la Real Academia Española define como “fatuo, mentecato”, es un sujeto que se desvive por ser notorio -léase públicamente reconocido-, lo puede ocurrir al estilo “Ricky” Fort, o ser un funcionario con aires de bronce. Algo de eso hay en la búsqueda de protagonismo mediático que tiene por rostro visible al juez de garantías en lo penal Juan Tapia. Tapia impulsa un espacio de comunicación que propugna por “una prisión sin muros, un policía sin gatillo, una justicia sin venda”, que es un modo culto de intentar llamar la atención, sin que nadie critique demasiado al respecto.
Es obvio que toda sociedad aspira a lo mejor. Pero es eso, una aspiración, un objetivo, una idea del colectivo social que poca posibilidad tiene de ser plasmada tal cual fue pensada. Creer que los encierros sin muros, las fuerzas de seguridad desarmadas y una justicia ausente de imparcialidad pueden ser posibles, es promover irresponsablemente la anarquización de la sociedad hasta arrojarla a manos de la violencia extrema.Recientemente, Tapia y su grupo trajeron a la atención de esta comunidad a la socióloga y docente de la UBA Alcira Daroqui, quien desgranó su sabiduría garanticida en estos trazos verbales: “Soy crítica de que se fundamente la edad de imputabilidad de los menores discurseando que con eso se les garantizan los derechos procesales a los chicos”. A esta “verdad” de puño le siguió el remate de la necesidad de buscar “otras soluciones”. ¿Cuáles? No se sabe, porque tamaña exposición no conllevó una razonada propuesta de cambio. Daroqui no se anduvo con chiquitas a su paso por el éter de la ciudad, y arrojó esta otra ilustración bestial: “al igual que la cárcel, el instituto de menores es joven, morocho y pobre”. Le faltó agregar, como sí lo hizo en su momento Carlos León Arslanián, que el crimen es la consecuencia del reparto injusto de la riqueza, así que los de vida holgada son los auténticos responsables de los delitos de los que son víctimas. Según esta perspectiva, los asesinados, los sodomizados, los despojados, son culpables de lo que les pasa; ellos y sólo ellos, por poseer. El otro, el victimario, menor o no, es nada más que la consecuencia visible de todo lo anterior; es el que desea y no tiene, el que ansía los bienes materiales que la sociedad egoísta le niega, y se abalanza sobre ellos de cualquier manera. El diario El Atlántico no se contuvo a la hora de reproducir los desarrollos garanticidas del espacio de Juan Tapia. Allí se encuentran historias como la que sigue: “un menor de 16 años fue detenido tres veces en menos de 24 horas (…) detenido el viernes 15 de mayo al ingresar a un departamento en el complejo Centenario, detenido por segunda vez el día sábado al asaltar a una mujer a pocas cuadras del lugar, y finalmente detenido al intentar asaltar a un taxista”. En la secuencia delictual de este “niño” de 16 años -¿morocho, pobre?-, primero fue entregado a una tía, que fracasó porque no lo pudo contener; horas después, en su segunda detención, fue llevado al Hogar Arenaza, que tampoco pudo con él, y finalmente al Centro de Contención de Menores en Batán, donde está la población/víctima por definición, según la visión de Zaffaroni, Tapia, Daroqui y compañía. La respuesta que dan los hechos a tanta tilinguearía está en la detención de Hernán Yamil Balbuena, de 19 años, imputado de ser partícipe en el homicidio de María Nélida Leshman de 64 años. A Balbuena el sistema le concedió todo lo que pide Daroqui: una jueza sin vendas, Silvina Darmandrail, lo dejó fuera de los muros carcelarios luego de asesinar a Pedro Martínez, de 34 años, en 2005, crimen que había estado precedido por otro perpetrado contra un menor de tan sólo 16 años, como el mismo Balbuena. Estos son los nombres de esta negra lista de víctimas necesarias, según estos fatuos, pedantes, de un sistema injusto que reparte lo que naturalmente no se brinda, a sangre y fuego.
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