* Adrian Freijo
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No es ocioso volver de tanto en tanto la mirada sobre acontecimientos que, aunque nos cueste creerlo, ocurrieron “ayer nomás” en nuestro país. En apenas 27 años de vida democrática han sido tantos los bandazos, tantos los “descubrimientos del camino correcto”, tantas las palabras grandilocuentes acerca del “rumbo correcto”, que sólo los estruendosos fracasos y sus costos generales nos hacen tomar conciencia de la necesidad de buscar serenamente la dirección de los pasos futuros.
Estatistas anticuados y privatizadores irresponsables se adueñaron del país con una facilidad que pone en evidencia la fragilidad del sistema (¿?) argentino. Vamos a hablar hoy de estos últimos: los privatizadores, que reinaron en el país en los años ‘90. La próxima semana nos detendremos en los otros, los cultores del Estado omnipresente, que mucho tienen que ver con el ADN de una sociedad prebendaria, poco afecta al sacrificio y, sobre todo, inmediatista.
Los privatizadores –como tantos otros antecesores en nuestra historia- reconocen su origen en las tierras de Margaret Thatcher. Tanto peso llegó a tener el criterio privatizador en la sociedad británica que Tony Blair, primer ministro laborista, sólo alcanza el triunfo una vez que abraza el thatcherismo a través de una reformulación del pensamiento político de su partido. Cuando se le preguntó sobre esos cambios y la generación de nuevas ideas respondió: "es simple, el mundo ha cambiado y el Partido Laborista no lo ha hecho".
Nuestro subcontinente no podía quedar al margen, y así se llevaron a cabo numerosas privatizaciones en México -luego de la crisis del ‘94-, Chile, Brasil, Argentina, etc.; claro que en todos los casos con la fuerte presencia del distintivo síndrome latinoamericano de la corrupción más escandalosa.
Aquella tercera ola –como fue bautizada universalmente- tuvo en los filósofos del post-modernismo a sus más vehementes defensores, y fue así que pensadores como Galbraith, Turrhow o Fukuyama abrazaron con entusiasmo infantil sus postulados y se convirtieron en verdaderos gurús del nuevo mundo, aunque muchos de ellos debieran concluir tardía y amargamente que en el camino de ese espejismo lineal olvidaron analizar el factor humano y el precio que las nuevas tendencias iban a cobrarse en los sectores sociales más débiles de la economía del mundo.
No se tuvo en cuenta la creación de una red de contención social –que debió ser sostenida en el tiempo tanto como fuese necesaria- para evitar la destrucción traumática del medio de vida de millones de personas en el mundo entero que se convertían día a día.
Como ocurriese oportunamente con la revolución industrial de fines del siglo XIX, la pobreza se extendía por todo el planeta como respuesta al drástico cambio de modalidades en la producción y el consiguiente en los términos de distribución de la renta. Creció el desempleo, explotó la marginalidad y se potenció la lucha social, al mismo tiempo en que terrorismo y narcocriminalidad aparecían en el escenario de la nueva realidad como inocultables emergentes de la falta de visión del nuevo capitalismo.
Y si bien en la Argentina, como en toda América Latina, las consecuencias sociales del cambio propuesto no tardaron en llegar e instalarse en una sociedad partida y demasiado acostumbrada al paternalismo estatal. Aquella etapa permitió al menos la acumulación de fondos financieros en el Banco Central, independizado del Estado para desterrar la emisión desmedida de moneda circulante y evitar que se tocasen las reservas en un eventual cambio de gobierno. Así se dio seguridad a los inversores y ahorristas nacionales e internacionales, logrando de esa manera –aunque por corto tiempo- la financiación del plan de convertibilidad, que supuestamente acabaría con la hiperinflación y estabilizaría al país, permitiendo que se triplicaran las exportaciones, lo que sólo se consiguió parcialmente.
Aquella sensación de bienestar y modernidad terminó sirviendo para movilizar lo que sería el peor de los males de la era Menem para el país y para él mismo: la locura de la reelección indefinida y la perpetuación en el poder.
La reforma de la Constitución Nacional en 1994 –que lo habilitara para un nuevo período de gobierno- no fue entonces suficiente, y las maniobras para forzar una nueva instancia sumieron a la gestión en el desprestigio, la pusieron de espaldas a la sociedad y a su propio partido, lo que terminó generando tensiones sobre la economía nacional que hicieron explotar la realidad aun antes de lo que hubiese ocurrido de la mano de los propios errores de implementación.
El creciente desprestigio del menemismo en el poder privó al país de la posibilidad de sumergirse en el debate profundo y generalizado de dos propuestas que, aun discutibles, pudieron en un caso cambiar para siempre el perfil de la decadencia nacional y en el otro resolver aunque más no fuese coyunturalmente la crisis financiera que se avecinaba y la cuestión de la asimetría de nuestros precios internos con los vigentes en el mercado internacional.
El primero de ellos fue la propuesta de regionalización del país, es decir la reducción de la cantidad de provincias de las 23 actuales, más la autonomía de la Capital Federal, a 6 o 7 regiones administrativas -no se hablaba de la desaparición lisa y llana de los Estados federales tal cual están reconocidos en la Carta Magna-. Ello habría permitido reducir la burocracia y el gasto fiscal, medidas ambas necesarias para dejar atrás los años de un déficit permanente como resultado de un Estado demasiado grande e ineficiente para evolucionar, como sucede en los países más desarrollados, hacia uno más pequeño pero con más poder y capacidad de gestión.
La idea no contó –como era de esperarse- con el apoyo de los beneficiarios de la política prebendaria tan extendida en las provincias argentinas, lo que de por sí sólo estaría demostrando que el proyecto merecía al menos ser analizado.
Y aunque las políticas implementadas después de la explosión de diciembre de 2001 han logrado convertir aquel déficit en este superávit actual, creemos que un retorno sobre el tema –sin tener tomada sobre el mismo una actitud definitiva de aceptación- sería muy importante en una sociedad que rescata de su propia historia dos lecciones indiscutibles: la necesidad de buscar un Estado permanentemente más chico, y el riesgo de que las políticas de saneamiento fiscal queden sujetas a la buena estrella de la administración de turno o a las circunstancias coyunturales de los mercados internacionales.
La única constante, la corrupción
La gigantesca corrupción, la ostentación impúdica de enriquecimiento del Presidente y sus más cercanos colaboradores, el manejo desenfadado de la justicia con la consiguiente impunidad para quienes cometían delitos contra el Estado y el contraste que todas estas cuestiones mostraban con respecto a la creciente exclusión social, terminaron por descalificar a toda la época a punto tal que casi la totalidad de los argentinos –como ocurriese en ocasiones anteriores- optaron por demonizarla, sin tomarse el elemental trabajo de separar la paja del trigo.
Ya lo había hecho la generación fundadora con todo aquello que tuviese siquiera reminiscencias del régimen rosista; lo reiteraron los radicales apenas accedieron al poder y pretendieron borrar de la realidad nacional a quienes le habían dado al país nada menos que su propia organización jurídica; insistieron en esa política de no dejar ni el recuerdo los hombres del ’30, tras apropiarse ilegalmente del manejo de la República. Lo intentó Perón, denostando a los oligarcas en vez de captarlos para la nueva etapa que se abría, y lo sufrió en carne propia tras su caída y exilio, al observar cómo se dinamitaban uno a uno los derechos a los que habían accedido todos los argentinos.
Siempre igual, y siempre con el acompañamiento de la opinión pública.
En pocos años, aquella mitad de argentinos que había dicho en las urnas “roba pero hace” y “qué me importa si yo estoy bien”, se había convertido en una raza inexistente que daba paso a la totalidad de un pueblo enfurecido por la corrupción y que al grito de transparencia se disponía a votar algo que desconocía, que no venía acompañado de proyecto alguno pero que aparecía en el horizonte levantando la bandera de la proclamada honestidad.
1 comentario:
EL CRISTIANISMO PURO es eterno y soporta los cambios del devenir. Puede enmarcarse en diferentes contextos, culturas, modelos, paradigmas y religiones; de todas maneras permanece inmutable. Debido a que la doctrina y la teoria de la trascendencia humana que Cristo ilustró y predicó, es un valor genérico y universal; por ello, pudo injertarse al judaísmo y crecer junto a la cizaña judía, mantenerse en el oscurantismo judío privado de la luz de la razón, sin asfixiarse, cegarse o morir. Y también puede enmarcase en el helenismo, el hinduismo, el budismo, el sufismo. Soportar el cambio de paradigmas, y crecer y desarrollarse en el ateismo, el desarrollo humano, el empirismo, el escepticismo, , el el humanismo, el misticismo, la nueva Era, la modernidad, la post modernidad, racionalismo, y el sincretismo. El reto es sacar el cristianismo del oscurantismo a fin de que la trascendencia humana refleja en Cristo ilumine al mundo. http://www.scribd.com/doc/42618497/Imperativos-Que-Justifican-y-Exigen-Urgentemente-Un-Nuevo-Enfoque-Del-Cristianismo-a-Efecto-De-Afrontar-Con-Exito-La-Crisis-De-La-Modernidad
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