* Adrian Freijo
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Ya Ortega y Gasset afirmaba en 1925: “El argentino típico no tiene más vocación que la de ser ya el que imagina ser, vive pues entregado, pero ya no a una realidad sino a una imagen (…) y en efecto, el argentino se está mirando siempre reflejado en la propia imaginación. Es sobremanera Narciso“.
La experiencia peronista significó el intento más fuerte desarrollado durante el último siglo en la búsqueda de un nuevo orden para el país, y el emprendimiento que más cerca estuvo de lograr ese contrato social ausente que tanto ha limitado las posibilidades de consolidación de la Argentina. Las explicaciones para la tarea inconclusa deben buscarse en circunstancias externas a la acción del justicialismo en el poder, pero también en errores de implementación imputables a sus propias estrategias.
Lo cierto es que la inclusión de toda una clase social, con el acceso a sus derechos civiles plenos y los elementos concretos de bienestar que ello representó para millones de argentinos, significó la creación de una base social extendida, con un criterio ascendente de movilización, pero no resultó suficiente para cerrar un contrato general que respondiese al interrogante común acerca de cuál era el destino de la Argentina
Perón tuvo en claro desde el principio que el tiempo de la incorporación de los obreros al manejo de la cosa pública había llegado. Comprendió también que la forma de evitar el conflicto social estaba en dotar a aquellos de un objetivo común y trascendente -que fue sin dudas el movimiento- y de una cadena de lealtades que, a su vez, comprometiese a los nuevos argentinos en una férrea lealtad con quien aparecía como el líder natural y el camino que hacía viable esa oportunidad histórica. Pero sucumbió a los vicios que inevitablemente surgirán de ese estilo de conducción, y no llegará a cerrar el círculo virtuoso de los derechos-deberes, tan presente en el inconsciente colectivo de aquellas sociedades que logran un sólido camino hacia el éxito futuro.
Es posible que la acumulación de necesidades atrasadas en los integrados, sumada a las lógicas dificultades para asimilar –casi de la noche a la mañana- una nueva realidad que llegaba con acceso a derechos laborales, jornadas de vacaciones, posibilidades previsionales, acceso al turismo, a la educación media y superior, a la salud, a los modernos elementos del confort, a la participación gremial (a partir de entidades intermedias que por añadidura se convirtieron en parte fundamental del poder del Estado), etc., hayan sido elementos demasiado fuertes, impactantes y desequilibrantes del humor social. Porque todos ellos se financiaron a partir de una drástica reforma de distribución de la riqueza y ello supuso, como no podía ser de otra manera, la existencia de vencedores y vencidos a la hora del balance final. Ello despertó enojos y potenció enfrentamientos; y el Estado peronista no tuvo la suficiente firmeza ni sabiduría para evitarlo.
No resultaría exagerado pretender que un cambio de semejante magnitud debió haber venido acompañado de otro tan importante como éste en materia de mentalidad del hombre argentino. Ya Ortega y Gasset afirmaba en 1925: “El argentino típico no tiene más vocación que la de ser ya el que imagina ser, vive pues entregado, pero ya no a una realidad sino a una imagen (...) y en efecto, el argentino se está mirando siempre reflejado en la propia imaginación. Es sobremanera Narciso”. Y ese narcisismo seguramente tuvo singular influencia a la hora de convencer a los integrados por el peronismo de que todo aquello que recibían no se debía exclusivamente al derecho que les correspondía.
Cuando una sociedad reclama el cumplimiento de sus derechos pero poco y nada está dispuesta a hacer para sostenerlos con el cumplimiento de sus obligaciones y, sobre todo, esa misma sociedad acepta con desaprensiva naturalidad que sea el Estado el encargado de velar por el cumplimiento de esos derechos y generar los bienes necesarios para proveerlos, cae en una visión parcial y peligrosa de la realidad. Porque termina siendo una masa amorfa con pretensión de ser servida y escasa predisposición a servir y porque, puntualmente en el caso argentino, no reforma sino suplanta a quienes hasta poco antes acusaba de actuar con mentalidad oligárquica y pensando sólo en su propio beneficio.
El peronismo –aunque suene duro plantearlo en estos términos- generó una sociedad incompleta en la que sus miembros terminaron creyendo que la función comunitaria descansaba en el grado de lealtad política y no en el compromiso común para sostener desde el trabajo, el ahorro y la producción el crecimiento del país.
Ya entonces –y recurrentemente en el futuro- nuestro pueblo dio siempre la sensación de exigir un grado de bienestar propio del desarrollo, manteniendo costumbres de conducta comunes a las sociedades subdesarrolladas. Y el Estado prebendario –que continuó después de la caída de Perón y que de alguna manera se mantiene hasta la actualidad- continuó echando alcohol a la hoguera de la irresponsabilidad común hasta la explosión final, a punto tal de que no dudó jamás en abandonar el marco normativo vigente y apropiarse ilegalmente de todo lo que fuese necesario para que la fiesta continuara.
Primero fue la inflación, forma brutal de sincerar los errores cometidos gracias al voluntarismo; luego fue el vaciamiento del sistema previsional a partir de la apropiación de sus fondos y su traspaso a rentas generales; más tarde las políticas cambiarias artificiales, que pretendieron fijar valores caprichosos al peso argentino frente a la moneda de referencia y que, como no podía ser de otra manera, terminaron desembocando en la falta de competencia y la pérdida de mercados para nuestro comercio exterior, para llegar por fin a la incautación directa del ahorro de lo argentinos.
Tal vez todo ello tenga que ver con la falta de una identidad nacional que sirviese de marco de referencia para cualquier acción de gobierno, incluida la del peronismo.
¿Por qué, entonces, muchos argentinos, aun aquellos que somos capaces de definirnos como peronistas y sin embargo no estamos dispuestos a callar los errores de los gobiernos justicialistas, adherimos tan fervorosamente al movimiento y a su historia? Muy sencillo; desde la explosión peronista de 1945, no ha habido en la Argentina ningún otro intento serio ni en lo político ni en lo económico. Y esa anomia político-cultural ha dejado siempre al movimiento credo por Perón en el centro de una escena pobre en lo conceptual y dramática en lo práctico. Hasta llegar a este absurdo presente en el que el peronismo se presenta como la opción para salvar a la nación… de los errores del peronismo.
Y así será hasta que no aparezca en el país una opción superadora.
Un desprecio ancestral
La identidad, como todo el problema de la nacionalidad, se trató siempre desde un enfoque político y por ello era valorada dependiendo de su potencialidad para la construcción de la nación moderna. En esta perspectiva, la colonización española, en contraposición al caso de los Estados Unidos, produjo un tipo humano con el cual no era posible construir la nación.
A diferencia de lo sucedido en Colombia, el mestizaje no sólo no era recogido como la característica principal de la nacionalidad argentina, sino como una gran limitación para su constitución. Ejemplo de ello fue el calificativo de “cabecita negra” con el que el habitante de Buenos Aires recibió al hombre del interior que llegaba para hacerse un futuro que su terruño le negaba, y que en su gran mayoría supo constituir la base social del primer peronismo.
Si es negativa la valoración que se hace de cada uno de los componentes raciales de la población, el mestizaje no solucionaría este problema, sino por el contrario resultará, al decir de Sarmiento, “un todo homogéneo, que se distingue por su amor a la ociosidad e incapacidad industrial, cuando la educación y las exigencias de una posición social no vienen a ponerle espuela y sacarla de su paso habitual. Las razas americanas viven en la ociosidad y se muestran incapaces, aun por medio de la compulsión, para dedicarse a un trabajo duro y seguido”. Al momento de llegar el peronismo a nuestra vida pública, éste era el concepto de integridad social que existía entre las clases decentes del país con respecto a quienes también eran, por cierto, argentinos.
Durante los años de la inclusión esto no solamente se mantuvo vigente sino que fue tomado por unos y otros como una bandera de guerra que dividía al país en dos partes claramente contrapuestas: los cabecitas negras y los oligarcas. Diferencia que se marcó más en el “origen” que en la “riqueza”. Un humilde enriquecido sería “un nuevo rico”, y un millonario en desgracia sería “un pobre pato”.
Y así, más allá de las nuevas legislaciones, nadie dejaría de ser nunca lo que era antes de Perón. Y, por supuesto, crecería el odio hasta el infinito.
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