
Por Adrian Freijo
Recorrer aunque más no sea someramente la historia reciente de la Iglesia Católica en la Argentina requiere ir hacia atrás en el tiempo y conocer los efectos del Concilio Vaticano II en la vida del mundo.
Después de la Segunda Guerra Mundial la iglesia en general y el Vaticano en particular estaban en crísis. Las políticas de tibieza implementadas desde Roma por SS Pío XII habían abierto un debate que subía de tono y amenazaba con un cisma que se observaba a la vuelta de la esquina. Los años de plomo habían mostrado al mundo centenares de ejemplos de curas heroicos, capaces de afrontar todos los riesgos imaginables en su búsqueda por salvar vidas y -como en el caso de los "curas obreros" de París- evangelizar en medio de la muerte y el odio.
Tal vez pasados los años hayamos comprendido que discutir prioridades morales en la cuestión casi no tiene sentido práctico: si el Papa no hubiese llevado a buen puerto al Vaticano, símbolo e imágen del poder de la iglesia de Cristo en la tierra, los martirios y sacrificios de los jóvenes curas hubiesen perdido el continente en el que destacar.
Muerto Pío XII se imponía un cambio. Y Angelo Roncalli, que lo sucede con el nombre de Juan XXIII era por muchos motivos el hombre indicado.
Durante la guerra, desafiando el poder del nazismo en la Italia dominada, había utilizado casi socarrona e impunemente su poder para salvar a cientos de niños judíos del holocausto. Berlín lo sabía, pero no se atrevía a frenar a aquel Obispo de Milán amado por la gente, siempre sonriente y presto al diálogo y sobre todas las cosas convertido en un símbolo de la resistencia pacífica.
Roncalli cuestionaba en privado la pasividad de su antecesor pero creía importante que el cambio profundo en la Iglesia no surgiese de las antinomias sino de un acuerdo universal que encontrase el punto justo entre los conservadores que se resistían en abandonar el escenario y los progresistas que se apresuraban en buscar un protagonismo para el que ni ellos ni la grey estaban aún preparados.
Y así, sabiendo que su edad y su salud le daban muy poco tiempo para lograr el objetivo, pensó, ideó y convocó al Concilio Vaticano II que en su mente sería el instrumento para cambiar la historia de la Iglesia o al menos para contenerla en sus tiempos pero con un camino tan inevitable como necesario de planificar. Y no se equivocó, aunque no pudiese ver su obra terminada...
El 11 de Octubre de 1962, fue inaugurado el Concilio Vaticano II, encargado de renovar la Iglesia Católica.
Desde el comienzo, el Concilio mostró un alto interés en cambiar algunos aspectos importantes de las cuestiones litúrgicas; además de se sentar las bases para una mayor participación de la Iglesia en los problemas del mundo, se propuso reemplazar el latín en la celebración de la misa por los idiomas nacionales. Acercar la gente a la vida intraiglesia era mucho más que replantear la paricipación de los laicos en las decisiones; también suponía integrar a los fieles activamente durante las ceremonias prácticas.
Otro de los cambios importantes en el Concilio, fue la presencia en el magno encuentro de obispos de todo el mundo, sobre todo, de obispos del llamado “tercer mundo”. La Iglesia Católica, hasta ese momento, tenía una presencia predominantemente europea en su cúpula organizativa y la incorporación de estos últimos, también significó un profundo cambio.
Pero lamentablemente, Juan XXIII, falleció durante la celebración del Concilio que a pesar de ello siguió hasta 1965 y marcó una gran transformación en la Iglesia, no sólo en los aspectos religiosos (que operan en el nivel ideológico o de las mentalidades) sino también en el aspecto social y político, en especial en América Latina, donde encontró un profundo eco.
En Latinoamérica, el Concilio significó para los creyentes un profundo cambio, ya que permitió el contacto de las ordenes religiosas con las necesidades sociales que requería el pueblo. La renovación, también proponía una mayor independencia del accionar de los evangelizadores.
Un profundo debate interno se sucedió luego de las diferentes formas de interpretar la realidad y actuar en ella, que se dio en toda la Iglesia. En mucho casos algunos de los integrantes del las iglesias de cada país se identificaron con los movimientos de liberación.
“La teología de la liberación”, una idea que se venía discutiendo desde mucho tiempo, tomo forma luego de la Conferencia de Medellín de 1968, donde se reunió el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM).
Desde un mensaje de Juan XXVIII, en 1962, donde expresaba que: “frente a los países subdesarrollados, la Iglesia se presenta tal como es y quiere ser: como la Iglesia de todos, particularmente, la Iglesia de los Pobres”, había surgido la idea de una Iglesia que se acerque a las necesidades de los pobres.
En un contexto donde las dictaduras que gobernaban la región, dejaban una escasa o nula representatividad política y una enorme injusticia social la idea de “Iglesia de los pobres” fue interpretada por algunos sacerdotes de tal manera que dio origen a la “teología de la liberación” y como un claro compromiso político y social destinado a transformar el mundo.
Ese compromiso social hizo que los sacerdotes llamados “tercermundistas”, en los que predominaba una evangelización cargada de alto contenido social, se acercaran a los movimientos clandestinos que utilizaban la lucha armada mientras al mismo tiempo hubo una notable reacción conservadora, que se plasmó en 1972, con la nueva conducción del CELAM totalmente opuesta a los planteos de Medellín y Puebla.
A su vez, la encíclica “Populorum Progressio” de Paulo VI, criticaba el sistema capitalista y denunciaba la situación de injusticia que se daba en el Tercer Mundo, despertando el fervor religioso hacia las posturas a favor de la “teología de la liberación.
Muchos sacerdotes, que abrazaron estas ideas, fueron perseguidos y asesinados por defender estas prédicas evangélicas y llevarlas a la práctica.
BREVE RECORRIDO POR LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN: La Conferencia de Medellín, donde se reunió el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), en 1968, se inspiró en las reformas del concilio Vaticano II. En la misma, los obispos publicaron un documento en el que examinaban el papel social de la Iglesia en sus respectivos países. Allí, denunciaban la opresión del sistema capitalista sobre los pobres, criticaban la explotación que ejercían los países centrales por sobre los del “tercer mundo” y exigían numerosas reformas políticas y sociales.
Los Obispos reunidos, no se detuvieron sólo en esos reclamos, sino que también declararon que la Iglesia Latinoamericana contenía una misión distinta de la de Europa.
Por lo tanto, en esta región, la Iglesia debía tener un alto compromiso con la realidad social de su contexto y una praxis transformadora. Esta práctica de la fe cristiana se conoció como la “teología de la liberación” y tuvo durante décadas una importante influencia dentro de la Iglesia Católica.
Un teólogo peruano, Gustavo Gutiérrez, publicó en 1971 la doctrina central de movimiento.
La “teología de la liberación” establecía que la Iglesia debía ayudar a los pobres y no imponerse sobre ellos. Además, proponía un accionar cristiano acorde a la enseñanzas de Jesús y no conforme a los requerimientos de los poderosos. Así fue que estas ideas inspiraron la fundación de la “Iglesia de los pobres”, que combinaba la enseñanza religiosa con la participación en movimientos sociales y políticos destinados a cambiar la realidad.
A su vez, en Brasil también se producía un fuerte movimiento renovador en la Iglesia. Leonardo Boff, un teólogo brasileño, criticaba en sus libros las injusticias en Latinoamérica y se animaba a incluir dentro de las fuerzas que provocaban esas injusticias, a la propia Iglesia Católica.
Como era de esperar, a Roma y a los regímenes conservadores no les gustó lo que consideraban la matriz marxista de la “teología de la liberación”.
Durante la dictaduras militares que asolaron a América Latina en general, se llevó a cabo una violenta represión del movimiento. Las represalias del poder, en forma de asesinatos cometidos por escuadrones de la muerte o de encarcelamientos con torturas, se incrementaron y clérigos como el arzobispo de El Salvador, Oscar Romero, y el padre Antonio Pereira Neto, de Brasil, y el obispo de La Rioja, monseñor Enrique Angelelli, se convirtieron en mártires del movimiento.
Lamentablemente el Vaticano fué abandonando a su suerte a muchos de estos sacerdotes que, aún equivocados en la interpretación de su papel de magisterio en medio de la violencia, supieron dar ejemplo de valentía, pasión cristiana y capacidad de martirio por aquellos pobres e indefensos que una vez más el Evangelio ponía ante sus ojos.
Ya en 1979, los dirigentes del movimiento no fueron invitados a la conferencia de obispos y finalmente el Papa Juan Pablo II, reemplazó a los teólogos de la liberación por clérigos sumisos a las autoridades eclesiásticas romanas.
La idea de este trabajo es buscar la síntesis entre las "dos iglesias" a partir de la experiencia argentina y rescatar del olvido a quienes debieron representarla en medio del dolor y a quienes debieron conducirla sacudida por las convulsiones de aquellos años fundacionales de un nuevo tiempo.
Juan XXIII supo ver la necesidad del aire fresco...su sucesor Paulo VI lidiaría todo su reinado para evitar que ese aire se convirtiese en un huracán que arrasara con los cimientos vaticanos. Pero esa es la historia que contaremos en nuestra próxima entrega....
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