jueves, 3 de noviembre de 2011

UN HOMBRE INTELIGENTE


Por Adrian Freijo

Murió Mon. JUSTO LAGUNA, un hombre inteligente
Tan sólo eso sería motivo de dolor; los hombres inteligentes no son moneda tan corriente en este tiempo argentino tan cuantificado y poco calificado.
En mi caso particular sufro especialmente la muerte de un amigo. Un amigo de esos que permiten la construcción del vínculo desde un esfuerzo casi unilateral: Laguna se armó de una infinita paciencia para que esa amistad transitara a lo largo de los años.
Eramos muy distintos; él decididamente radical yo peronista, él cultor de la finura intelectual, yo apasionado y muchas veces irreverente, él incansablemente paciente (a pesar de su corto genio que tantas veces lo impulsaba al enojo) yo con poca disposición para esperar el tiempo de cada cosa.
Nuestras charlas, sin embargo, podían durar horas y horas en las que cada uno sostenía sus visiones sin la intención de convencer al otro sino tan sólo por el placer de compartir lo que cada uno tenía como convicción.
Me enseñó el valor de lo indiscutible y lo hizo predicando con el ejemplo. Una noche de 1986, mientras se desarrollaba en Mar del Plata un encuentro de toda la iglesia latinoamericana, se tomó el trabajo de encerrarme en una habitación con aquellos inolvidables obispos progresistas que tanto asustaban a quienes temían cualquier cambio. Mons. Silva Henriquez, Mons. Helder Cámara, los obispos argentinos De Nevares o Jorge Novak quienes se tomaron el trabajo de mostrarme, a lo largo de toda una noche de rica charla y buen vino, que la pobreza no era una cuestión ideológica y que la Iglesia tenía la obligación de estar junto a los que sufren.
Y si aquella noche cambió profundamente mi visión sobre estos temas fué en un todo gracias a aquél amigo al que le importaba lo que yo pensara.
Fué un gigante en la relación de la iglesia con la sociedad. Desde la Pastoral Social, que condujo durante muchos años difíciles, mostró la cara de un sacerdocio tan comprometido como capaz de mostrarse equidistante de la intolerancia y el conservadorismo. Mostró el camino que, lamentablemente, no siguieron muchos.
Tras la Guerra de Malvinas se dió cuenta inmediatamente que había llegado el tiempo de la democracia y se puso a trabajar en ello. Acercó a la dirigencia civil, la comprometió en la búsqueda del tiempo democrático, insistió ante las FFAA sobre el final inexorable de su tiempo en el poder y contribuyó como pocas a una transición menos traumática de lo que pensaban los fundamentalistas de uno y otro lado.
Recuperada la institucionalidad no descansó; sabía -y no lo ocultaba- que la pobreza se convertía día a día en el principal enemigo de la libertad y dedicó aquellos años primeros e intensos a tratar de hecer entender a una dirigencia tan soberbia como equivocada.
Padeció la involución "liturgista" que devino en los años siguientes tanto como padeció el tiempo del menemismo. No odiaba a Menem (por el contrario siempre sostenía que le caía hasta simpático) pero abominaba de todo aquello que ese tiempo representaba y esa cara de frivolidad grosera que definió por entonces la imágen argentina.
Fino, aristócrata por convicción natural, culto y amante de de la buena música y del arte, salía cada mañana de su mundo para luchar contra la exclusión, meterse en el barro de una corrupción que lo revelaba y lo tenía como un enemigo irreductible y trajinar por lo que era para él un objetivo vital:la multiplicación de las vocaciones sacerdotales.
Seguramente muchas de sus posturas puedan ser discutidas y ciertamente discutibles. Lo que nadie podrá nunca negar será la autenticidad, la solidez y la fina pasión con que las planteaba.
Y lo que a muchos nos queda claro es que hemos perdido a un argentino apasionado, un sacerdote vital y un hombre inteligente. Que seguramente será extrañado por la iglesia y por la sociedad.

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