El paro nacional del 20-N oficializó el regreso de un sindicalismo decidido a recuperar la calle y la autonomía política, un actor que demostró capacidad de presión y que ahora diseña su estrategia de lucha
Como en los viejos tiempos el poder sindical vuelve a la calle. Parece algo natural, es una imagen que encastra confortable en el paisaje argentino, pero hay tres novedades. La primera, claro, es el retorno mismo de un sindicalismo vigoroso, más que mero asunto coreográfico el reflejo de un protagonismo político renovado. La segunda, que la calle ya no está virtualmente monopolizada por el piqueterismo, subproducto de la alta desocupación y la marginalidad de la primera década del siglo que hasta llegó a captar la curiosidad de turistas venidos del hemisferio norte en busca de singularidades telúricas. Una tercera novedad se relaciona con la alquimia: al replegarse, los piqueteros perdieron la exclusividad de su tecnología contestataria y nació el paro nacional con accesos cortados, eficacia garantizada. Por supuesto, el apriete “persuasivo” -también del lado empresario- nació con la primera huelga, pero nunca antes lució tan común y explícito como el 20-N.
Justamente en los cortes hizo foco el Gobierno para encoger la contundencia de la huelga que paralizó el país hace diez días. “No fue un paro ni una huelga, ni siquiera un piquete”, dijo Cristina Kirchner después de corregir a Juan Manuel Abal Medina.
El jefe de Gabinete había calificado al paro de “piquetazo nacional” (donde, en verdad, lo más inconveniente para el Gobierno era el adjetivo). Como quien vela por el prestigio de una marca, la Presidenta reivindicó al piqueterismo original, al que habría deshonrado con piquetes de baja estofa, según su enfoque, Hugo Moyano, a la sazón el artífice de históricos bloqueos callejeros durante su larga temporada kirchnerista.
La ráfaga de rótulos oficiales no alcanzó a despejar la evidencia de que se había ejecutado con éxito el primer paro nacional de la era K. “Lo de los piquetes del paro es una anécdota”, analiza Julio Bárbaro. “Lo sustantivo es que el conglomerado sindical recupera poder y que se trata de la única estructura orgánica a la que el Gobierno no desprecia, porque efectivamente le puede parar el país.”
Del lado crítico del Gobierno se produjo la conjunción de sectores antes antagónicos, la CGT preexistente y la CTA de Pablo Micheli. Explica Santiago Senén González, periodista e historiador especializado en el movimiento obrero argentino, que ambas entidades carecen de una lógica común, porque los divide la ley de asociaciones profesionales y, en definitiva, la forma de organizarse. “La CGT de Moyano se rige por la ley que se mantuvo con todos los gobiernos, mientras que la CTA funciona con afiliación unipersonal e incluye a desocupados y jubilados, pero las dos tienen necesidades coincidentes.” Factor central de cohesión: la desactualización del mínimo no imponible del impuesto a las ganancias. ¿Y entonces?
Senén González dice que esta misma situación se planteó en 1994 entre el MTA (Movimiento de los Trabajadores Argentinos) y la CTA, “unidos en la lucha contra el neoliberalismo de Menem, al que consiguieron erosionar”. La CTA había surgido de sindicatos afectados por la política menemista, fundamentalmente los docentes de Ctera y los estatales de ATE, que se desgajaron de la CGT en 1992. Dos años después el MTA surgió de los camioneros de Moyano y la UTA (Unión Tranviarios Automotor), entre otros, pero sin salirse de la CGT. Juntos, la CTA y el MTA se plantaron frente al modelo de Menem y ganaron la calle con métodos de protesta novedosos, como la Marcha Federal de julio de 1994. Mientras tanto, el tronco de la CGT, articulado con el PJ, se adhería a una especie de sindicalismo mercantil regenteado por el gobierno, cuyo remanente todavía conservan algunos gremios que se entienden bien con la Casa Rosada.
La sucesión en juego
Pero hay una diferencia con los 90, advierte Senén González, y es política: ahora está en juego la sucesión. Los especialistas ríen cuando se les recuerda que el Gobierno intenta descalificar al sindicalismo opositor con el argumento de que tiene propósitos “políticos”. Si algo definió a la cultura peronista fue la intención de no escindir lo sindical de lo político. El propio Perón fundó su movimiento desde el Estado, mediante un sistema de articulación con los sindicatos favorecidos con concesiones específicas que retribuían las atenciones brindando sustento electoral. De allí surgieron la “rama gremial” del movimiento y las cuotas de representación parlamentaria. También podría recordarse cómo hizo Hugo Moyano para ponerle el moño de clausura a su etapa oficialista: renunció a la presidencia del PJ provincial y a la vicepresidencia del nacional, los lugares que le había conferido Néstor Kirchner. Pero es cierto que Moyano, probablemente uno de los dirigentes más astutos de la Argentina, sueña con las grandes ligas. Se cree capaz de ser el Lula del Río de la Plata, por más que hoy las encuestas no le recomienden el esfuerzo. Y por el momento, su coqueteo con Daniel Scioli lo sitúa políticamente en un lugar menos confrontativo del que despliega cuando gana la calle.
Abogado laboralista y escritor, autor de Sindicatos y poder militar , Álvaro Abós también vuelve a los 90 para analizar lo que hoy sucede. Recuerda que el gremio de camioneros reemplazó como preponderante a la Unión Obrera Metalúrgica, que en 1969 tenía 500.000 afiliados. Hoy, la gran columna sindical es el transporte. La CTA, por otra parte, surgió con las banderas de hacer las elecciones sindicales más transparentes, la renovación de autoridades sin dirigentes eternos y la eliminación del clientelismo. Pero hace dos años, cuando Micheli ganó las elecciones, el Gobierno cooptó a Hugo Yasky. “No concibo un movimiento sindical oficialista”, dice Abós, quien como otros observadores considera medular la casi excluyente transferencia de fondos estatales a la CGT de Caló.
Ahora bien, ¿por qué terminaron dividas la CGT y la CTA, hasta configurarse un archipiélago de cinco centrales obreras, si se cuenta también el sector de Luis Barrionuevo? Como en los comienzos de la presidencia de Néstor Kirchner y aquel ensayo trunco de la transversalidad, Cristina Kirchner intentó, a partir del famoso 54% de 2011, una “desperonización” en el terreno político y, consecuentemente, en el sindical, un proceso malogrado por el debilitamiento que sufrió el Gobierno en 2012.
Lo explica el analista Sergio Berensztein, de Poliarquía, con tres causas. Primero, cambió la situación en el mercado de trabajo, porque los piqueteros eran consecuencia del desempleo y hoy hay casi pleno empleo, por lo menos según datos oficiales. Las representaciones de sectores del trabajo que atraviesan dificultades por via inflacionaria (retrasos en Ganancias, asignaciones) tienen mayor espacio para la acción colectiva. Segundo, el desplazamiento de los piqueteros y la recuperación de la calle por el sindicalismo orgánico está relacionado con la ausencia de mecanismos autónomos de financiamiento del piqueterismo, que pasó a depender del Estado. “Hoy son parte del gasto público”, dice Berensztein. “Los que están adentro consiguen recursos económicos y los que están en contra no tienen nada.” Mientras que los sindicatos tramitan su propia forma de financiamiento (las obras sociales, la cuota sindical), autonomía de la que deriva la robustez del movimiento obrero argentino, muy superior a cualquier otro en Latinoamérica. El tercer aspecto es el de la política electoral. La “desperonización” tenía como víctima principal a los sindicatos que cambiaron la posibilidad de integrar la coalición gubernamental por la demostración de poder que significa la capacidad latente de paralizar el país.
¿Cómo sigue el remozado protagonismo sindical? Nadie quiere hacer pronósticos, pero en esa especie de batalla naval en la que se convirtió la agenda del Gobierno (la marcha del 8-N, el paro del 20-N, el misterioso 7-D, más el 27-F que puso la justicia neoyorquina al desplazar el ultimátum del 15-D que había fijado el juez Griesa) podría decirse que con la primera movida de la dupla Moyano-Micheli el Gobierno resultó “tocado”.
Esto recién empieza
Envalentonados, con la más tradicional lógica sindical, los autores del paro nacional no discuten ahora qué hacer sino cuándo. Como al resto, los agarró el verano. Y, entre otras cosas, en diciembre se ejecuta la módica concesión del Gobierno en Ganancias, la exención del medio aguinaldo para algo más de dos millones de asalariados y jubilados.
“La conflictividad no terminó; al contrario, la respuesta del Gobierno al paro consistió en disponer un aumento en las tarifas de energía”, dice la diputada Graciela Camaño, última ministra de Trabajo (con Eduardo Duhalde), antes de que Carlos Tomada consiguiera el récord de permanencia en la cartera, desde 2003 hasta hoy. “Lo que lleva a la gente a protestar en la calle es un problema concreto, vinculado con el tema impositivo y con el ajuste. Los trabajadores tienen cada vez menor poder adquisitivo. ¡Si hasta los propios sindicalistas estaban asombrados con el resultado del paro! Yo creo que el mérito no es sindical, sino del Gobierno”, afirma Camaño con mordacidad, un rasgo que comparte con Luis Barrionuevo, su esposo. El cuadro que traza la diputada parte de objetar la forma en que el Gobierno se financia con ahorro interno y la corrosión que produce la inflación: “Antes se negociaban salarios y se los ponía por encima de la inflación; ahora no: están por debajo. Lo que se está viendo es la punta del iceberg de un problema mucho mayor.”
Como Abós y Senén González, a Camaño no la sorprende que en la recuperación sindical de la calle confluyan dirigentes tan diversos como Moyano y Micheli. “Cuando pasa esto siempre se juntan el agua y el aceite; acá no es una cuestión de nombres, es más profundo, no lo ve quien no lo quiere ver”, dice.
Si bien podría pensarse que el malestar sindical producido por las chicanas del senador Aníbal Fernández con el nombre de Augusto Timoteo Vandor sólo enriquecen el anecdotario, el episodio mostró que la línea que separa a la CGT oficialista de la opositora es más endeble de lo que al Gobierno le gustaría. Al referirse al paro mismo Caló agitó su tibieza. “No comparto el corte de rutas -dijo en la parte más dura-, esa metodología es la primera vez que la veo.” Más tarde, en el cementerio, a pocos metros de la tumba de Vandor, a quien fue a desagraviar, repitió que no tiene problemas con Moyano. “Si llega la oportunidad y las condiciones están dadas como para hacer la unidad en serio, no el amontonamiento, como merecen los trabajadores, los compañeros de esta CGT lo vamos a acompañar.” Luz amarilla para Cristina Kirchner.
“Hay gente que piensa en términos de rugby: a un duro sólo se le gana con otro duro”, observa Patricia Bullrich, proverbial antagonista de Moyano en sus tiempos como ministra de Trabajo. Del sector sindical que reconquistó la calle, Bullrich dice que se busca replantear una lucha como en 1975, del peronismo contra la versión radicalizada del propio peronismo. “El verdadero, según ellos, es el de Vandor, el de Rucci, no el que gobierna, una estrategia parecida a la de Alberto Fernández cuando quiere separar a Néstor Kirchner de Cristina Kirchner. Es un argumento infantil, pero que ciertos sectores lo ven oportuno.”
La cuestión ideológica va y viene. Sobre una cualidad del sindicalismo por lo menos están todos de acuerdo: su sentido práctico. Imposible no recordarlo cuando se habla de la ocupación activa del espacio público tras la larga licencia por oficialismo. Pero mucho más en esos momentos en que los líderes sindicales dicen que el Gobierno les debe plata a las obras sociales. Algo así como 17.000 millones de pesos.
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