*Adrian Freijo
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En 1974, la “revolución” cubana creía estar en su apogeo. La asistencia de la hoy desaparecida URSS abarcaba todos los campos de la vida de la isla, a punto tal, que tan sólo el cuerpo diplomático del bloque se componía de más de 2.000 personas, incluidos los expertos en seguridad y los asesores militares.
En el apogeo de la guerra fría, Fidel Castro estaba convencido de que el proceso socialista era indetenible.Por entonces el mundo tomaba nota de las sucesivas exportaciones revolucionarias que desde el Caribe salían para todos los puntos cardinales y, más allá de los sucesivos fracasos en Angola y en América Latina, el hecho no dejaba de ser un dato de la realidad.Lejos de percatarse de su carácter de personaje menor en la tragicomedia universal, llenaba el aire de inagotables parrafadas que versaban acerca de lo maravilloso de aquella experiencia que, apenas cuarenta años después, adquiriría el calificativo de caricatura si no fuese porque en ella se encuentran apresados millones de seres humanos que desde hace medio siglo deben encolumnarse en interminables líneas humanas para conseguir tan sólo un poco de comida.En esas condiciones de euforia marxista llegué a La Habana en junio de aquel año.Confieso sin rubor que me acompañaban prejuicios negativos –que el tiempo ha consolidado- que me costó mucho abandonar al momento de colocarme en mi carácter de observador imparcial de las cosas. Sin embargo, nada era demasiado difícil de entender. A poco de conocer la historia de otras dictaduras de los signos más diferentes, se entendía a la perfección lo que allí ocurría.Una propaganda desmadrada, un personalismo apabullante, el slogan permanente como sucedáneo de la cultura… y un régimen férreo y violento que no dejaba lugar por controlar ni “desvío” sin castigar.Todo tan viejo como viejo es el deseo de inmortalizarse en el poder de algunos hombres. Claro que no podía entones imaginarme que iba a tener la oportunidad de discutirlo personalmente con ESTE hombre.A pocos días de llegar a la isla –y tras un operativo previo de seguridad que realmente parecía algo exagerado-, el propio Castro se hizo presente en la residencia del embajador argentino en la que estaba yo habitando como invitado. Dejo para otra ocasión los detalles de aquella visita que se prolongó por toda una jornada y que son ciertamente jugosos. Y lo hago en homenaje a centrarme en la cuestión de fondo de esta nota, que es tratar de explicar las consecuencias que para una sociedad tiene el discurso único que tanto apasiona a mediocres y dictadores.A pesar de las muchas recomendaciones de nuestro representante diplomático para que evitara cualquier debate o controversia con el poco paciente Fidel, en un momento de la sobremesa el Presidente afirmó que la gran diferencia entre las democracias liberales y las democracias revolucionarias (¿?) como la cubana era que en aquellas el hombre tenía la facultad de elegir entre el bien y el mal, y en estas, “nosotros no le permitimos ser malo: acá eres bueno o te mueres” (sic).Semejante absurdo colmó mi corta paciencia. Le pregunté a Castro el motivo por el cual él o su régimen se consideraban suficientemente perfectos para fijar los parámetros entre el bien y el mal y me extendí en consideraciones –poco cordiales, por cierto- acerca de las posibilidades que el hombre tenía en libertad y la absoluta carencia de ellas en regímenes como el que él encabezaba. Se enojó. Fidel Castro se enojó conmigo… en Cuba.Debo confesar que ello no representaba una de las posiciones más cómodas en las que me había encontrado y, aún hoy, con el paso de los años, sigo pensando que no puedo definir mi actitud como de las más prudentes.Pero es que aquel hombre había terminado por creerse su propio discurso de la verdad única.A punto tal que, en medio de la discusión, parecía quedarse sin argumentos y retomaba el camino de los “slogans revolucionarios” que por cierto soslayaban totalmente los privilegios de la clase dirigente y de los visitantes soviéticos –que hasta contaban con supermercados propios repletos de los más sofisticados productos importados-, frente a las desventuras de una población que padecía un racionamiento salvaje y que ya por entonces se defendía con las reglas de un mercado negro en el que, por ejemplo, una noche de sexo se pagaba con un café con leche a escondidas.Sin embargo, con el paso de los años, debo reconocer que en algunas cosas el Comandante no estaba tan errado. Nuestras democracias liberales –por cierto que me refiero a las latinoamericanas- han ido decayendo en calidad en la misma medida en que aumentan en cantidad. Y en esa decadencia fueron achicando progresivamente los márgenes entre el bien y el mal sobre los cuales podemos elegir los ciudadanos.El aumento de la pobreza, la caída vertical de la educación en aquellas sociedades que como la nuestra supieron conocerla, el crecimiento de la inequidad en la distribución del ingreso y la pérdida de un control racional sobre las riquezas naturales -lo que de ninguna manera está ligado a su propiedad sino a la legislación que rige su uso y destino- han ido empujando a nuestros países hacia el mismo discurso único que caracterizaba al eufórico Fidel de los ‘70.Y aunque ese discurso único vaya variando con la época -capitalismo a ultranza en los ‘90 y nacionalismo de amigos en la actualidad-, cuando llega y se instala lo hace con la fuerza de un huracán y deja afuera, en el patio de la burla, a todo aquel que intente controvertirlo.Voy a detenerme ahora en nuestra ciudad, ya que sobre sus cosas y su gente versará esta columna en el futuro si es que el Sr. Director tiene la paciencia de acogerme como colaborador de Noticias & Protagonistas.Mar del Plata es víctima desde hace muchos años de la teoría del discurso único. No importa si crecen en ella medios o voces independientes que pretenden mostrar que existe otra realidad distinta a la de los fastos costeros y los congresos multimedia. Acá también se ignora el crecimiento de la pobreza, la destrucción sistemática de la pesca, los criminales índices de precariedad laboral, la explosión de la prostitución y la droga, la violación sistemática de normas en beneficio de unos pocos y otras cosas por el estilo.Como en aquella sobremesa de La Habana, los dueños del poder local balbucearán slogans de discurso único si uno enumera en sus pétreas caras estos y otros datos de la realidad. Y como en la Cuba del apogeo revolucionario, también en nuestra ciudad sólo estarán invitados a la mesa “del Señor” los que estén dispuestos a subirse a la calesita de la verdad oficial y mirar para el costado cuando en su camino se cruce, apabullante, la realidad.Pero también como en el “paraíso revolucionario”, propios y extraños mascullarán en voz baja contra el amo y señor de estas playas y, a semejanza de las famosas “purgas” del régimen castrista, quienes reciben prestado por un tiempo el poder en la ciudad marcharán al ostracismo más absoluto y deberán guardar silencio o pasar el resto de sus vidas públicas contrarrestando los embates del amo en cuyo corazón creían estar hasta muy poco tiempo antes.¿Cosas del poder? No, apenas cosas de la mediocridad.Que eso, y no otra cosa, es lo que caracteriza a quienes como Castro se creen dueños y señores eternos de un país, o como algunos personajes locales se convencen de que el silencio, el acomodo y la sumisión sirven para mantenerse por siempre en la cresta de la ola.Pobres aquellos, y pobres estos. Nunca van a hacer historia, porque ni siquiera la leyeron.Al fin y al cabo, Fidel logró exportar su revolución.
Apariencias
Pocos días antes de mi encuentro con Fidel Castro, había conversado largamente con monseñor Césare Sacchi, por entonces Nuncio Apostólico ante el gobierno de la isla.De aquel día compartido recuerdo especialmente dos cosas: la necesidad de mantener nuestra charla en los jardines de su hermosa residencia -me confesó que era imposible llegar a detectar todos los micrófonos que había dentro de la misma- y la convicción que me quedó acerca de las posibilidades que en cualquier caso ofrece el reino de las apariencias.Es que en la Cuba revolucionaria existía, contra todo lo que se afirmaba en el mundo libre, una absoluta libertad de culto. Claro que para profesarlo había que entregar al Estado vivienda y trabajo, ya que ambas pertenecían a aquel… que era comunista por definición. No había, además, restricción alguna para abandonar el país, exigiéndose como único requisito la devolución de todos los bienes muebles e inmuebles, junto con la renuncia al trabajo, en el mismo momento de comenzar el trámite de salida. Que duraba entre dos y tres años.A esto se agregaba, en el mismo momento, la pérdida de los derechos ciudadanos y la imposibilidad de ser acogido por amigo o pariente durante el lapso de la tramitación.En los papeles, libertad absoluta; en la realidad... Algunas de aquellas “apariencias” de libertad, en forma de discursos grandilocuentes y mentiras consagradas, pueden encontrarse en nuestro tiempo y en nuestra casa.
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