* Eduardo Cao
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Las tribunas coloridas y vocingleras están reduciéndose a una mesa, cuatro sillas y varios cafés. También se habla de fútbol allí, seguro. Y se discute sobre tal o cual equipo, sobre tal o cual jugador que en el verano se transforma en figurita difícil. Por estos días de pobreza estival en las canchas –que esperemos no se traslade a los partidos en serio y por los puntos-, el deporte nacional es otro: el debate inducido por carencias y apetencias. Esta vez es cierto que la responsabilidad “es del otro” “Nadie quiere vivir en una nación que cada cuatro años se inventa de nuevo, prende fuego a todo lo realizado en el último lustro y proclama nuevos ideales, nuevos horizontes, nuevos "modelos". Mejor, sigamos por un buen rato sobre la misma huella. ¡Previsibles!”
(del artículo “Un país previsible, ordenado y de clase media” de Rolando Hanglin, en el diario “La Nación”, comentando declaraciones de la Presidente CFK, de Elisa Carrió y de Eduardo Duhalde)
Es probable que la afirmación que sigue me cueste colgarme el sambenito popular de hereje, pero aquí va: señores, el fútbol no es el deporte nacional. Ese lugar en el podio de preferencias argentinas lo ocupa, a mi humilde leal saber y entender, el debate. Y, para ser más preciso, lo efímero del debate que, al final de cuentas, es clausurado por el político de turno al que, justo es decirlo, elegimos con nuestro voto, o con el voto mayoritario de nuestros conciudadanos.
Está bien que sea así (lo de la práctica democrática del voto). El punto que está lejos de nuestros deseos más fervientes es, precisamente, la imposición de tal o cual debate sobre el hecho consumado, carente de una mínima cuota de previsibilidad y más aun, teñido de espasmos en el caso de quienes tienen representatividad por mandato o elección popular. Esto abarca no sólo a los políticos; también los medios tenemos nuestra cuota de responsabilidad en el fugaz tratamiento de ciertas circunstancias que se transforman en “la noticia” y que pronto dejan de serlo… hasta el próximo capítulo.
Por enésima vez, el debate ciudadano, transformado en polémica por quienes están obligados a decidir y por los que deberían hacer entendible la cuestión, está centralizado en la edad de imputabilidad de los menores que delinquen.
El ciudadano común, ese que hace uso y abuso de la discusión, no es, en definitiva, el que resolverá. Son el gobernante y la oposición los que deberían ilustrar a la gente de a pie sobre los más y los menos de una decisión tan delicada, a presente y a futuro.
La primera impresión de cualquier argentino que se envuelve en el debate, es que existe una buena porción para la que el endurecimiento de penas es una de las soluciones. Condenas de acuerdo al crimen cometido, prisión prolongada en cárceles con fachadas de centros de rehabilitación cerrados o semiabiertos, constituirían el efecto deseado por esa parte de la población conformada por víctimas, sus familiares, sus vecinos y todo aquel que ha sido o se siente impotente ante el delito y la inseguridad.
Hasta en ocasiones coinciden estos ciudadanos con el gobierno, por mucho tiempo embanderado en que es más “la sensación” de inseguridad que en la inseguridad misma, en que los jueces, con sus fallos contradictorios según el magistrado que lo emita, son parte del problema y no de la solución.
El oficialismo envía señales confusas a la sociedad. Tan confusas como la heterogeneidad de su propia conformación, si contamos a los afines con las políticas de la Casa Rosada y Olivos. Incluso opositores declarados se han involucrado en la polémica, más preocupados por no “perder el tren” en este año electoral que por atacar las causas que provocan la evidente fractura que muestra la ciudadanía.
Si unos y otros estuvieran dispuestos a enfrentar el problema de los menores delincuentes (que no nacen criminales, ¿estamos de acuerdo?), hablarían otro idioma: el de políticas de Estado. Atacarían las causas que cualquier desprevenido tiene claras: la pobreza, la indigencia, la droga, la falta de movilidad social, la carencia de oportunidades y, particularmente, el círculo familiar en el cual nace y se desarrolla ese chico que un día se convirtió o se está convirtiendo en precoz delincuente.
En esto último, el círculo familiar, quiero detenerme un instante. ¿Se preguntó alguna vez usted, señora o señor, quién controla a los padres de los chicos de 6, 7 u 8 años que arriesgan su vida eludiendo autos en un semáforo, para pedirle una moneda? Usted sabe que están cerca, por allí escondidos, esperando por la “recaudación diaria” que obtiene la criatura. Las responsabilidades de la patria potestad son cosas de leguleyos, nunca del Estado obligado a dar bienestar a todos, absolutamente a todos, sus ciudadanos. No sólo de subsidios, tan caprichosos como parece marcarlo la necesidad electoral, vive un ser humano, aquí, en las cercanías o en las antípodas.
Sobran argumentos y realidades en la Argentina, como para que quien hable de “justa distribución de la riqueza” y sólo tenga como norte repartir prebendas para obtener votos, esté lejos, muy lejos, de concretar un justo equilibrio en la sociedad.
FINAL CON PELOTA
Decía Jorge Luis Borges que “el fútbol es popular, porque la estupidez es popular” Con toda humildad, discrepo esa máxima borgeana: el fútbol, aunque haya perdido el liderazgo por ahora, es pasión en gente como yo, que festejó hasta la ronquera permanente en las décadas del 60, 70, 80 y 10 de este siglo. Y en cuanto a eso de la estupidez… y bueno, reconozco que algo de eso tengo, don Jorge Luis.
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