domingo, 18 de septiembre de 2011

EL PARADIGMA

Por Adrian Freijo para
Semanario Noticias y Protagonistas



Sergio Schoklender saltó a la fama de la peor de las maneras. Con su hermano Pablo decidieron una noche que ya era tiempo de matar a mamá y a papá. Y decidieron también que existían motivos para encarar la tarea sin remordimiento alguno.
Como tantos argentinos en temas mucho menos graves, los hermanitos encontraron el culpable y el pretexto que siempre necesitamos para justificar todas y cada una de nuestras acciones.
Es claro que para cualquier ser normal –los Schoklender claramente no lo son-, hubiese bastado con alejarse de ese hogar al que denunciaban como enfermo, y comenzar una vida distinta y lejana al sufrimiento. Pero munidos del pretexto y cercanos los culpables, eligieron el camino más corto y brutal que les aseguraba, además, esa dosis de espectacularidad pública que sería determinante para ellos el resto de su vida. Mataron a sus padres, los abandonaron en el baúl de su propio coche –los brothers necesitan que la gente se entere de sus andanzas- y comenzaron el más desopilante raid de fuga que se recuerde en la historia criminal argentina.
Se encerraron un par de días en el hotel Dorá de nuestra ciudad, gastaron dólares como verdaderos magnates petroleros, y en el paroxismo de su enferma estupidez imaginaron una fuga cinematográfica que incluía a Sergio cabalgando por esas pampas de Dios como los matreros de antaño y, como el cuatrero Peralta, “con la conciencia tranquila y con la frente bien alta”. La pampa se acortó hasta el viejo almacén de Cobo, en cuyo mostrador el prófugo heroico no pude evitar contar con lujo de detalle sus hazañas a cambio de lo cual recibió del encargado lugareño un hermoso garrotazo en su cabeza, fue despojado de los últimos dólares que le quedaban y entregado a la policía… con caballo y todo.
Pablo resistiría unos años más en el exilio boliviano, sin que nadie realmente moviese un dedo para ir a buscarlo, ya que el caso abandonó como tantos otros la portada de los diarios, y usted ya sabe cómo funciona esto en la Argentina: si deja de ser noticia, no te profugues, postulate a algo.
Claro que al momento de caer en manos de la Justicia –ciertamente por errores propios, ya que tuvo la brillante idea de presentarse en el consulado argentino para solicitar un pasaporte a su nombre convencido de que ya nadie se acordaba de él-, cambió los delirios cabalgantes de su hermano por uno que pasó desapercibido para todo el mundo, lo que dicen quienes lo conocen, lo pone furioso hasta el día de hoy: se tiró en un sillón imitando con exactitud milimétrica la posición del cadáver del “Che”, convencido de que esa foto lo convertiría en un símbolo de la lucha por la libertad.
No fue así. Lo único que “el pueblo” comentó fue: “qué boludo, se quedó dormido”.
Quienes compartieron con los hermanitos su tiempo carcelario dicen que ambos –aunque Sergio más nítidamente- vivían de fabulación en fabulación, y aseguraban a sus divertidos contertulios que al salir de aquellos muros amasarían una fortuna para vengarse de sus enemigos. Ya no serían el Quijote cabalgando ni el Che liberando pueblo: había llegado la hora del Conde de Montecristo.
Y así fue. Ese personaje tan diminuto en lo humano como gigante en su representatividad que se llama Hebe Pastor de Bonafini fue el puente ideal para comenzar su venganza. Con la desmesura propia de su escaso cacumen y su nulo sentido común, la señora “nadie será jamás mejor que yo” impuso a sus nuevos protegidos a lo gritos y estigmatizó a la sociedad por el hecho de preguntar quedamente -como corresponde a un conglomerado que sólo levanta la voz para reclamar sus dólares- si esos jóvenes pajes de la doña gritona no eran aquellos que en un rapto de capricho casi infantil habían matado a martillazos a papá y mamá.
Por supuesto que pasó lo que tenía que pasar. Los Schoklender estafaron a la gentil matrona, se limpiaron el traste con su impoluto pañuelo, la convirtieron en el hazmerreír de una comunidad que ya desde hace mucho tiempo anhelaba poder saltar a la yugular de la nada sutil revolucionaria de panadería, y salieron a hacer todo lo posible para que el mundo se enterara de su acción.
Yates, aviones, mansiones, ostentación por doquier; la forma más segura de ser vistos. Pobres enfermos mentales a los que esta Argentina no menos convaleciente puso otra vez en el centro de la escena, permitiendo que la histeria de una señora ya de por sí histérica y la irresponsabilidad de un gobierno que les entregó más de 700 millones de pesos sin control alguno, nos hiciesen olvidar una vez más de algunas cosas tan sencillas como visibles: matar a los padres es muy feo, insultar a cualquiera que no adhiera a la revolución cubana también lo es, y malversar el ahorro de los argentinos para que Hebe pueda mantener a sus “killer boys” a cuerpo de rey, es aún peor.
Un caso paradigmático de lo que es la Argentina. Un caso que encierra en sí mismo locura, corrupción, embriaguez de poder y desprecio absoluto por los demás.
Porque el caballo escapador de Sergio llegó sin embargo demasiado lejos, la imagen guevariana de Pablo despachó su sombra por muchos más años que los que pasó en ella, la desmesura moral, emocional y conceptual de Hebe ya logró derruir una de las causas que los argentinos debimos cuidar con más esmero, y los millones evaporados, como tantos otros, no van a aparecer nunca más. Aunque los hermanos se miren ahora orgullosos mientras, como tantos impresentables paradigmáticos de nuestro suelo, se preparen para la nueva gesta emancipadora: serán Lisandro de la Torre, Lilita Carrió o Guillermo Patricio Kelly –sin importar diferencia- llenando el aire de denuncias de corrupción y defendiendo la moral de los argentinos.
Paren el mundo, me quiero bajar.

Le juro que soy yo

El hombre detrás del mostrador no salía de su asombro. Aquel joven que había estado bebiendo por horas y cuyas palabras ya empezaban a entrechocarse, acababa de decirle que era el prófugo más buscado de la Argentina.
Intentaba explicarle que las razones por las que había asesinado salvajemente a sus propios padres eran más que válidas, y que una vez que su caballo, atado a la puerta del viejo almacén de Cobo en la ruta 2, lo pusiese a salvo de sus persecutores, iba a demostrar que una trama de ciencia ficción que mezclaba espionaje, incesto y poder, se escondía detrás de cada uno de los martillazos que acabaron con la vida de sus progenitores.
Lo que el vehemente novelista no tuvo en cuenta fue que la codicia puede estar presente en los lugares más insospechados. Cuando despertó del garrotazo que el encargado descargó sobre su cabeza, estaba maniatado en un sombrío galpón del fondo mismo del lugar, había sido despojado de cinco mil dólares que llevaba entre sus ropas, y ya escuchaba a lo lejos las sirenas policiales que le anunciaban que, por ahora, la cinematográfica fuga había sido abortada.
A la mañana siguiente los diarios mostraban la foto de un desarrapado Sergio Schoklender que comenzaba sus largos años en cautiverio. Trataba por todos los medios de que los periodistas se interesasen en su fábula narrativa, pero ciertamente no lo lograba. La noticia, la única que importaba, era la de su detención.
Cuando las pesadas puertas del penal se cerraron tras de sí, lejos estaba de imaginar que algunos años después se codearía con el poder y manejaría millones de dólares a su antojo. La novela recién comenzaba…

Vivir en paz

Pablo no entendía lo que estaba pasando. ¿Qué hacían esos hombres en su casa boliviana, esposándolo y leyéndole una orden de detención y extradición de la justicia de su país? Habían pasado tantos años, que era inadmisible que volvieran a molestarlo por un parricidio del que ya nadie se acordaba. Si él era un ciudadano ejemplar y trabajador; había formado una familia llena de amor y dulzura… ¿Qué había matado a sus padres a golpes? Puede ser, pero hacía tanto... Ya podían dejarse de joder con esa vieja historia, pensó. Total, él ya casi lo había olvidado, y era, en definitiva, el principal interesado.

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