domingo, 16 de octubre de 2011

DESPUES DE OCTUBRE

Por Adrian Freijo para
Semanario Noticias y Protagonistas

Parece ser el estribillo de todos quienes giran alrededor del Gobierno. Los esfuerzos por negar una realidad que ya es inocultable han llegado a su fin; hay que actuar, y hay que hacerlo ya.
El “modelo” kirchnerista se asentó sobre dos bases que sus cultores decían innegociables: el superávit fiscal y el superávit comercial. Estos estados virtuosos traían con ellos una importante cantidad de consecuencias extra, entre las que el constante aumento de las reservas era uno de los más notorios.
Hasta aquí podía observarse un molde ortodoxo de la economía –aunque a veces en su implementación tendiera a una heterodoxia tan desprolija como agresiva- que no era de extrañar en quien, en definitiva, fue el padre de la criatura, Roberto Lavagna, un economista que por estas horas debe de estar disfrutando el triunfo de su amada escuela econometrista premiada nada más y nada menos que con el Premio Nobel.
Las primeras dificultades aparecieron cuando el ex presidente Kirchner demostró su poca enjundia económica al subvaluar los efectos del exceso en las políticas de subsidio, concentradas en tres rubros muy notorios de la vida nacional: el sostén social, la obra pública y los servicios básicos. Le tocó a su esposa “heredar” aquel momento y pretender que nada pasaría si se producía una suba dramática del nivel de las retenciones a las exportaciones agropecuarias. No hace falta recordar cómo terminó la historia.
La posterior suba de los precios internacionales sirvió para maquillar una realidad que, lejos de modificarse en el sentido positivo, se empecinaba en continuar alegremente hacia el abismo. Creció el gasto público, se metió mano en las reservas del BCRA, la ANSES y la banca privada (pagando intereses usurarios), para seguir financiando una realidad dibujada en nombre de un “modelo” que no terminaba de aparecer.
El marketing –razón última de la política argentina- terminó devorándose a sus propios creadores: el Gobierno se “creyó” lo que su propaganda gritaba a los cuatro vientos, y se produjo entonces una simbiosis tan perversa como poco novedosa entre funcionarios y población. Porque no es la primera vez que una administración sostiene que “dos más dos es cinco” y los argentinos, aun sabiendo que no es verdad, terminamos apoyando tal disparate tan sólo porque su mantenimiento en el tiempo nos conviene “hoy, aquí y ahora”.
Pero, como tantas otras veces, la mentira se termina, la ensoñación da paso a la realidad, y el costo del País de las Maravillas debemos pagarlo todos.
No hay que ser tremendista; Argentina está hoy lejos de cualquier estallido económico. Aunque más cerca que un año atrás. Se han evaporado más de 4.000 millones de dólares de reservas en lo que va del año, la ANSES reconoce que ya no dispone de fondos para seguir actuando como financista del Estado, el superávit fiscal se ha evaporado y tornó en un tan preocupante como creciente déficit, y la balanza comercial argentina hace agua peligrosamente.
A esta verdadera demolición del “modelo” hay que agregarle dos elementos determinantes para el tiempo que viene. Uno propio, la inflación, y uno ajeno, la crisis internacional y el riesgo muy cierto de una recesión en el corto plazo. Urgida por un tiempo electoral que le aparece soñado, Cristina tarda demasiado en tomar decisiones. “Después de octubre” parece decir a cada paso la mandataria, aunque los números que llegan a su escritorio sean cada vez más preocupantes. “Después de octubre” repiten los empresarios, pero toman sus recaudos en forma de una fuga de capitales que bate su propio récord mes a mes y desangra la economía argentina. “Después de octubre” dicen las centrales obreras, pero se cubren negociando salarios por encima del 30%. “Después de octubre” dicen los banqueros, pero clavan sus tasas por encima del 40% anual. Por si acaso.
Y todos esperan que “después de octubre” se produzca un milagro de difícil concreción: que la jefa de Estado se plante frente a su amada cadena nacional y les diga a los argentinos que aunque mucho nos pese somos parte del mundo, que la economía está en crisis y la fiesta se acabó, y que llegó el tiempo del esfuerzo en el que todos vamos a tener que ceder algo para capear el temporal.
Aunque difícilmente esto ocurra; como todo proyecto político que habla por izquierda y gobierna por derecha, el de Cristina es un gobierno que poco arsenal tiene para enfrentar seriamente a los poderes reales de la vida argentina. Las balas de salva profusamente disparadas en mil batallas mediáticas contra “el poder concentrado”, la verdad es que en nuestro país los ricos son cada vez más ricos y los pobres son… al menos muchos más. Esto se llama, lisa y llanamente, demagogia, cuna histórica de ese neologismo perverso que es el populismo. Y para salir de ella deben tenerse dotes de estadista, sin olvidar que un estadista jamás cae en el populismo.
Los precios internacionales de las materias primas, aún oscilantes y a la baja, seguirán siendo suficientemente altos como para asegurar el funcionamiento de una economía prolija y con módico crecimiento. Sólo se trata entonces de abandonar paulatinamente el despilfarro de los subsidios, sincerar los precios internos, sostener el mayor esfuerzo posible en el mantenimiento de una red social de contención de los más humildes y, sobre todas las cosas, llevar adelante una reforma fiscal que haga que alguna vez en la Argentina paguen más los que ganan más.
Si se obra en ese sentido, es muy posible que se recupere el superávit fiscal y ya no haga falta quemar divisas o fondos previsionales para funcionar. Y si esto ocurre, es probable que pueda detenerse el crecimiento inflacionario, limitar los costos internos y por lo tanto actuar fuertemente sobre el superávit comercial y equilibrar los pilares de un “modelo” que, si bien incompleto y difuso en su implementación, es por lo menos sano en la insistencia de buscar los superávits gemelos. Pero deberá pagarse, como en todo ajuste, un costo político alto que sólo los que tienen el horizonte claro están dispuestos a asumir. Y esto, lamentablemente, no parece un valor que abunde en este tiempo ni en este Gobierno.

La economía o la guerra

Raúl Alfonsín se negaba a aceptar la realidad económica que lo circundaba. Inflación, fuga de capitales, pérdida de las de por sí escuálidas defensas, falta de sostén real del valor de la moneda, aislamiento internacional por falta de arreglo de la creciente deuda.
Intentó impactar a la sociedad convocándola a la épica de la “economía de guerra”. Y como en toda guerra, la bomba le estalló en la cara. Distinta hubiese sido la historia si, en vez de “economía de guerra”, el mandatario se hubiese dado cuenta de que en el mundo moderno esos términos van siempre separados. Es economía “o” guerra.
Cristina está cómodamente a tiempo de entenderlo. Si abandona esa tendencia kirchnerista a lo heroico y se concentra en tomar las decisiones que la ciencia económica pone tan pacíficamente a nuestro alcance, la crisis puede y debe convertirse en una oportunidad. No hay mecanismos económicos buenos o malos; en todo caso, la virtud se encuentra en saber cuál es el momento aconsejable para implementarlos, y el vicio radicaría en la voluntad de utilizarlos desaprensivamente y al arbitrio del oportunismo demagógico.
Todas las grandes crisis contemporáneas de nuestra economía han estado vinculadas a la enfermiza insistencia de los gobernantes por mantener caminos agotados y confundir mecanismos con filosofía de modelo. Así estallaron el austral, la convertibilidad y todos sus sucedáneos y alternativas. Esperemos que en el tiempo que viene podamos observar gobernantes abocados a que no nos vuelva a suceder.

Inflación para todos

“Para todos” es uno de los eslóganes preferidos del Gobierno. Fútbol, carne, bicicletas, heladeras, viviendas, pescado, porcinos… Lo que sea, pero “para todos”. Aunque hasta el momento, lo único que nos abarca sin excepción sea la inflación.
Lejos quedaron aquellos años en que algunos irresponsables sostenían que “algo de inflación es buena para el crecimiento”. Mentira; nuestra propia historia y la del mundo nos enseña que la inflación es siempre mala. Y lo que es peor, en su maldad suele castigar con mucha más saña a quienes componen el sector más débil de la sociedad. Lo que hace que “para todos” termine leyéndose perversamente “para algunos”.

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