Por Adrián Freijo
para el Semanario Noticias y Protagonistas
Negar lo evidente es una estupidez, y tener miedo a llamar a las cosas por su nombre es un inequívoco síntoma de mediocridad. Ambos vicios son hoy moneda común en la ciudad.
¿Por qué habríamos de mentir frente a cuestiones que por evidentes se vuelven insoslayables? ¿Quién resolvió que ocultándolas ayudamos a mejorar las cosas? Y, en definitiva, si la realidad nos ha demostrado lo inútil de la “estrategia”, ¿para qué insistir?
La temporada que transcurre es notoriamente inferior a la anterior que, dicho sea de paso, había sido ya peor que la que le precedió. Sin embargo, seguimos escuchando el sonsonete de los récords batidos, la ocupación total y otras cosas por el estilo. Basta hablar con los comerciantes para escuchar su queja por la caída más que acentuada de las ventas. No hace falta escudriñar demasiado a los propietarios de balnearios para que al unísono afirmen que sólo los fines de semana llegan a índices de ocupación cercanos al total.
Pregúntele si no a los taxistas, a los dueños de restaurantes, a los hoteleros, a los agentes inmobiliarios que han visto disminuir su trabajo hasta límites alarmantes.
¿Por qué autoengañarnos diciendo que todo anda fenómeno? ¿Por qué pretender engañar a los demás? Mar del Plata vive por estos tiempos una crisis permanente. La pesca está en crisis; el turismo está en crisis; su sociedad está en crisis. Si hasta el casino ha dejado de ser un factor convocante, de la mano de decenas de ofertas similares que han ido creciendo en aquellos centros urbanos en los que sus jugadores sabían que sólo una escapada a “La Feliz” los pondría frente al adorado paño. El Tigre, el casino del puerto de la Ciudad de Buenos Aires, los hoteles casino, los bingos (ahora con ruleta)… Demasiada oferta como para no sentir el impacto.
En todo lo referente a los servicios turísticos, ocurre algo similar. La costa atlántica, llena de ciudades turísticas calificadas para diferentes públicos, ha ido separando las aguas de la oferta. Hay para quien supone ser un turista de alto poder adquisitivo, para las clases populares, para los que buscan la tranquilidad del ámbito familiar, para los jóvenes y su divertido mundo de diversión… En fin, para todos.
Si a esto le sumamos la cada vez más acomodada posibilidad de acceder a ofertas más allá de nuestras fronteras –financiables con el mágico plástico y a precios al menos similares a los nuestros, en el contexto de ofertas de mucha mayor calidad-, el panorama es lo suficientemente desalentador como para concluir que ha llegado la hora de dejar de lado la mentira, aceptar la realidad y ponernos a trabajar en serio para resolver la cuestión.
Mar del Plata es una ciudad demasiado grande como para concentrar su oferta en un solo sector socioeconómico. Y esto, que hasta los ‘80 suponía una ventaja que seguramente no supimos administrar con sabiduría, es hoy el principal problema que tenemos. Miles de pequeños departamentos mediocremente equipados para hacinar gente durante los meses de enero y febrero, otros tantos comederos pensados cuantitativamente para un corto tiempo de actividad, servicios caros, malos, especulativos y hasta miserables montados por personas que siguen creyendo salvarse en sesenta días. Toda una estructura inconvertible, incapaz de ayudar a definir un futuro importante, pero tan existente y real que no puede ser ignorada al momento de repensar el camino.
Si a estas cosas les agregamos el caos del tránsito, la invasión de la precariedad más aterradora en calles llenas de trapitos, limpiavidrios, ambulantes, mangueros, cuidacoches y otras cuestiones por el estilo, y las bandadas de jóvenes (y no tan jóvenes) tirados en las plazas y veredas consumiendo alcohol y/o drogas con actitudes cada vez más violentas, tendremos un cóctel realmente difícil de digerir.
¿Exagero?, ¿miento?, ¿invento? Usted y yo sabemos que no. Sabemos que la incapacidad de los gobernantes argentinos para crear trabajo genuino ha ido llenando nuestras calles de marginales en una cantidad que ya llega a las dos generaciones de conciudadanos. Y que la precariedad se fue convirtiendo poco a poco en una constante de los grandes centros urbanos hasta extenderse como un dato de la realidad que, como siempre ocurre, primero asustó, para dejar luego paso a la aceptación, la resignación y la instalación.
Ocurre que nuestra “competencia”, por tratarse de pequeñas ciudades, no tiene este problema; y por ello, quienes escapan a estas cuestiones y buscan limpieza, orden y tranquilidad para sus vacaciones, eligen esas playas antes de instalarse en Mar del Plata.
Y si seguimos mintiendo, inventando, ocultando e imaginándonos una realidad que no existe, no vamos a poder buscar las soluciones que seguramente están mucho más cerca de lo que la mediocridad gobernante supone.
Río de Janeiro sufrió estas mismas consecuencias hasta hace una década. Su carácter de gran centro urbano y las crisis sociales recurrentes en todo Brasil la convirtieron en un lumpen de inseguridad, miseria y mugre. Sus autoridades comprendieron que estaban matando a “la gallina de los huevos de oro”, priorizaron el interés de las mayorías cariocas, utilizaron toda la estructura del Estado, se dispusieron a pagar los precios que fuesen necesarios, y pusieron manos a la obra. Diez años después, lograron convertir aquel desastre en una ciudad limpia, ordenada, pujante y sobre todo segura, que va recuperando su esplendor a pasos agigantados.
Y en eso radica todo el secreto: no engañarse, no mentir, no ocultar la realidad. En una palabra: diagnosticar. Que sigue siendo el primer paso de cualquier cura.
Los megaeventos
El rally Dakar –que jamás sabré porque sigue llamándose así- es muy bueno como oferta turística de Mar del Plata. Como lo fue la Copa Davis, el Preolímpico o en otra etapa ya olvidada, el fútbol de verano. Del mismo modo, los megarecitales suponen ocasiones de esas en las que no sólo los turistas sino millones de argentinos desde sus televisores pueden ver a Mar del Plata en plenitud. Ocurre que todos ellos, futboleros, amantes del básquet los autos o los artistas… ya conocen Mar del Plata.
Que se entienda bien: todas estas actividades son muy positivas para la “marca registrada” Mar del Plata. Pero escasamente útiles para avanzar en la captación de un público que defina para siempre a la ciudad.
Hablemos claro: estas cosas suponen otra muestra de un cóctel que toman otros y pagamos todos, el negocio y la política. Suponen cuestiones que benefician más a intereses particulares que al bienestar general. Por eso sería bueno que, sin dejar de organizarlas, no las pongamos como mascarón de proa de una política turística. Porque no es cierto, y porque en el mundo entero están consideradas como “actividades para zonas turísticas” pero no como “estrategias para el desarrollo” de esa industria.
Por eso es ocioso discutir sobre la conveniencia o no de los megaeventos. Porque en una ciudad con verdaderas políticas para el turismo, siempre serán bienvenidos; pero en una Mar del Plata que se conforma con lamer su ombligo con lengua artificial, son nada más que castillos en el aire.
No sigamos robando
Dormir diez días en un departamento de un ambiente en Mar del Plata, salir a comer tan sólo cuatro de esos días a un restaurante popular, hacer una visita a un teatro, venirse en auto y pagar una cochera, o venirse en micro, comprar en un súper lo necesario para afrontar la alimentación en los seis días en los que no se sale a yantar afuera, le sale a una familia tipo entre 6.000 y 8.000 pesos. Demasiado para vivir mal, hacinarse en la cada vez más escueta playa pública y sólo esperar que el sol acompañe. Si seguimos creyendo que el turista es tonto y está para “salvarnos”, no vamos a resolver jamás el tema de fondo. La opción es calidad y buen precio. ¿Todavía no lo sabemos?
1 comentario:
Totalmente de acuerdo, encima es cierto, pràcticamento NO HAY PLAYA PUBLICA. Ademàs, tengo entendido, que los concesionarios son los que deben mantener en orden el espacio pùblico adyacente al balnerio, lo cual NO CUMPLEN. Pero es verdad asì nos fue, nos va, y si no cambiamos la conducta, nos irà.
Como corolario, en las veredas no se puede caminar, ni respirar, sin tropezar con los desechos de las mascotas, sus dueños deberìan salir con una palita y una bolsita; o la municipalidad poner gente que se encargue de limpiar, por ej a los jefes de hogar desocupados que reciben los planes..
Publicar un comentario