Por Adrian Freijo
para Noticias y Protagonistas
Como en una juvenilia setentista, el Gobierno parece estar empecinado en que cada uno de nosotros debe ser un militante político y, por supuesto, oficialista; lo contario es golpismo puro.
Cuenta Andrés Malraux en su fundamental obra “Los conquistadores”, la siguiente anécdota: “En la comuna de París detienen a un tío gordo. El pobre hombre grita desesperado: -Pero si yo nunca me metí en política. Uno de sus captores le responde fríamente: -Justamente por eso… y le parte la cabeza de un culatazo”.
En aquella Francia cargada de mensajes populares (y populistas), se suponía que todos tenían que estar impregnados del espíritu revolucionario, y el que no, era inmediatamente tildado de enemigo del nuevo sistema. No ser comunero era lisa y llanamente una traición, y esa traición sólo era explicable si se trabajaba para el antiguo régimen.
El extremismo de las ideas dio paso al terror, el terror a la persecución, y ésta a la represión sin sentido ni límite. Poco pasó antes que “el antiguo régimen” fuese repuesto y la sociedad conociese su peor cara.
Los procesos de cambio nunca prosperaron en manos de iluminados y fanáticos. Hasta la más profunda de las revoluciones necesita serenidad y sentido común para ser llevada adelante. Algo que en la mayoría de los casos está ausente en estos procesos.
La independencia norteamericana se consiguió a sangre y fuego, pero una vez lograda, ambas desaparecieron, y los nuevos líderes se pusieron a trabajar en el campo del derecho para institucionalizar sus logros. George Washington, brillante militar y guerrero, pasó de un día para otro a consagrarse como un padre sabio y equilibrado del nuevo tiempo, al mismo tiempo que Thomas Jefferson quemaba sus horas diagramando en el papel las bases de los Estados Unidos. La guerra había pasado y se había ganado con fiereza y patriotismo; la paz requería de otra cosa.
Las naciones que se mantienen en una beligerancia permanente nunca abandonan su adolescencia. Por el contrario, vuelven recurrentemente a campos de batalla reales o inventados que les permiten ocultar con fragores su propia incapacidad.
La necesidad constante de tener un enemigo a quien batir demuestra la imposibilidad de construir con el otro un presente armonioso y proyectar un futuro posible; lo que en definitiva sería el sentido final de la política como arte o como ciencia.
En estos menesteres anda la Argentina de hoy. Aislada del mundo, partida al medio, lanzada en un plano inclinado que arrastra la economía, la organización social, el federalismo, la educación y sobre todo la convivencia, parece empecinada en dividir a su gente en dos mitades irreconciliables.
Y en ese fragor decadente, sus gobernantes ven fantasmas por doquier; y como aquel comunero desconcertado de la anécdota de Malraux, no perdonan a la clase media su pertinaz y sabia costumbre de preocuparse por lo importante y no por lo aleatorio, que en este caso sería apoyar o no a una facción partidaria.
Esa clase media que el kirchnerismo parece olvidar que ha sido tal vez la máxima creación del peronismo. Que logró, no sin esfuerzo, dotar a los trabajadores de una movilidad social ascendente que los depositara no sólo en la posibilidad de “tener” sino en la hasta entonces impensada realidad del “ser”.
Porque el peronismo no fue sólo la casa, el auto, las vacaciones, la escuela o la universidad para los más humildes. Fue antes que nada el nacimiento de una nueva cultura, realmente popular, que se basó en el cambio de mentalidad de millones de argentinos que se convirtieron en propietarios, en profesionales y sobre todo en independientes.
No debería el Gobierno ignorar que la clase media post-peronismo se caracterizó por su independencia y por un cierto bis conservador como el que siempre tienen los que logran construir algo propio y temen que les sea quitado.
Tal vez por eso el propio Perón se definió alguna vez como “el más lúcido de los conservadores”.
La reacción patética del Gobierno por la marcha de protesta de hace unos días demuestra que no sólo no ha entendido lo que representa el movimiento que ahora dice encarnar sino que además no absorbió nada de los procesos históricos de la humanidad; y eso es más grave…
Insistir por el camino del enfrentamiento lo llevará además a una minusvalía de su propia representatividad. Si logra “imponerse” sobre las “señoras bien vestidas”, terminará liderando tan sólo (y con suerte) a la mitad de los argentinos. Porque esas “señoras bien vestidas” fueron además miles de jóvenes que no quieren entregar su futuro a las órdenes de unos pocos que pretenden pensar y decidir por ellos, otros tantos jubilados que sueñan con que alguna vez se respeten sus derechos en vez de agasajarlos con migajas que además parecen obligados a agradecer, y miles de independientes de todas las edades, que claman por normalidad, diálogo, seguridad, justicia y honradez.
No es raro que algunos sectores juveniles del Gobierno caigan en el fanatismo “militante”. Y no lo es porque todas las generaciones han tenido jóvenes, y todos esos jóvenes, cuando abrazaban alguna causa, algún amor o algún precepto, lo hacían con una entrega tan fanática y pasajera como pasajera es la propia juventud.
Sorprende sin embargo que dirigentes maduros, cargados de años y experiencias y que en muchos casos fueron carne de cañón de otros que en aquellos setenta los mandaron a una lucha sin sentido, mientras se enriquecían en la retaguardia, hagan hoy con las nuevas generaciones lo mismo que a ellos les hicieron.
Sólo una gran maldad o una profunda estupidez pueden esconderse en semejante actitud. Y algo de eso comienza a vislumbrarse entre las bambalinas de un país partido al medio.
Siempre las apariencias
Tras la muerte de Sun Yat Sen –el único personaje en el que las dos Chinas coinciden en ver al padre de la modernidad-, sus seguidores pidieron a la ex Unión Soviética que les enviara un ataúd de cristal idéntico al que protegía los restos de Lenin. Para ellos, “su” muerto equiparaba en importancia histórica a quien liderara la revolución que nació en Rusia en 1917.
Los soviéticos, solapada y silenciosamente, cumplieron con el pedido, pero enviaron una caja mortuoria… de vidrio común. Un gesto grosero y absurdo que pretendía avisar a sus “amigos” que el cadáver ilustre de su líder estaba por encima de cualquier otro sobre la Tierra.
El enojo no tardó en hacerse sentir, y esa simple anécdota fúnebre resintió para siempre las relaciones entre los dos bandos.
Así de frívola y así de fanática era la postura de dos autarquías del siglo XX que sin embargo decían representar el interés del proletariado aunque para ello debieran recurrir a regímenes sangrientos en los que los súbditos eran privados de todos sus derechos y condenados al silencio y al aislamiento mundial.
Cuando el debate desaparece, las consignas ocupan su lugar; cuando la realidad se oculta, lo hace siempre detrás de las apariencias. Apariencias tan absurdas como inmodificables más allá de los discursos y la apabullante propaganda que suele acompañar estas expresiones políticas contra natura de la libertad del hombre.
Porque detrás del vidrio más ordinario o el cristal más fino, ambos líderes –a pesar de sus seguidores y sus pretensiones- estaban irremediablemente tiesos y bien muertos.
La importancia de la calle
Si no fuese trágica, la pretensión de unos y otros por “ganar la calle”, sería una más de las cómicas anécdotas de nuestra política de bajo vuelo. Sin que nadie haya logrado pesar por prestigio en ninguna de las instituciones de la república y con una sociedad ávida de encontrar referentes a los que admirar, “la calle” aparece como un refugio subalterno de las mediocridades que siempre se esconden detrás de los gritos y las consignas. Aunque esto pretenda disfrazarse de un pueblo que largamente ha demostrado estar atento al momento de salir a una “calle” que valga la pena. ¿O ya nos olvidamos?
En aquella Francia cargada de mensajes populares (y populistas), se suponía que todos tenían que estar impregnados del espíritu revolucionario, y el que no, era inmediatamente tildado de enemigo del nuevo sistema. No ser comunero era lisa y llanamente una traición, y esa traición sólo era explicable si se trabajaba para el antiguo régimen.
El extremismo de las ideas dio paso al terror, el terror a la persecución, y ésta a la represión sin sentido ni límite. Poco pasó antes que “el antiguo régimen” fuese repuesto y la sociedad conociese su peor cara.
Los procesos de cambio nunca prosperaron en manos de iluminados y fanáticos. Hasta la más profunda de las revoluciones necesita serenidad y sentido común para ser llevada adelante. Algo que en la mayoría de los casos está ausente en estos procesos.
La independencia norteamericana se consiguió a sangre y fuego, pero una vez lograda, ambas desaparecieron, y los nuevos líderes se pusieron a trabajar en el campo del derecho para institucionalizar sus logros. George Washington, brillante militar y guerrero, pasó de un día para otro a consagrarse como un padre sabio y equilibrado del nuevo tiempo, al mismo tiempo que Thomas Jefferson quemaba sus horas diagramando en el papel las bases de los Estados Unidos. La guerra había pasado y se había ganado con fiereza y patriotismo; la paz requería de otra cosa.
Las naciones que se mantienen en una beligerancia permanente nunca abandonan su adolescencia. Por el contrario, vuelven recurrentemente a campos de batalla reales o inventados que les permiten ocultar con fragores su propia incapacidad.
La necesidad constante de tener un enemigo a quien batir demuestra la imposibilidad de construir con el otro un presente armonioso y proyectar un futuro posible; lo que en definitiva sería el sentido final de la política como arte o como ciencia.
En estos menesteres anda la Argentina de hoy. Aislada del mundo, partida al medio, lanzada en un plano inclinado que arrastra la economía, la organización social, el federalismo, la educación y sobre todo la convivencia, parece empecinada en dividir a su gente en dos mitades irreconciliables.
Y en ese fragor decadente, sus gobernantes ven fantasmas por doquier; y como aquel comunero desconcertado de la anécdota de Malraux, no perdonan a la clase media su pertinaz y sabia costumbre de preocuparse por lo importante y no por lo aleatorio, que en este caso sería apoyar o no a una facción partidaria.
Esa clase media que el kirchnerismo parece olvidar que ha sido tal vez la máxima creación del peronismo. Que logró, no sin esfuerzo, dotar a los trabajadores de una movilidad social ascendente que los depositara no sólo en la posibilidad de “tener” sino en la hasta entonces impensada realidad del “ser”.
Porque el peronismo no fue sólo la casa, el auto, las vacaciones, la escuela o la universidad para los más humildes. Fue antes que nada el nacimiento de una nueva cultura, realmente popular, que se basó en el cambio de mentalidad de millones de argentinos que se convirtieron en propietarios, en profesionales y sobre todo en independientes.
No debería el Gobierno ignorar que la clase media post-peronismo se caracterizó por su independencia y por un cierto bis conservador como el que siempre tienen los que logran construir algo propio y temen que les sea quitado.
Tal vez por eso el propio Perón se definió alguna vez como “el más lúcido de los conservadores”.
La reacción patética del Gobierno por la marcha de protesta de hace unos días demuestra que no sólo no ha entendido lo que representa el movimiento que ahora dice encarnar sino que además no absorbió nada de los procesos históricos de la humanidad; y eso es más grave…
Insistir por el camino del enfrentamiento lo llevará además a una minusvalía de su propia representatividad. Si logra “imponerse” sobre las “señoras bien vestidas”, terminará liderando tan sólo (y con suerte) a la mitad de los argentinos. Porque esas “señoras bien vestidas” fueron además miles de jóvenes que no quieren entregar su futuro a las órdenes de unos pocos que pretenden pensar y decidir por ellos, otros tantos jubilados que sueñan con que alguna vez se respeten sus derechos en vez de agasajarlos con migajas que además parecen obligados a agradecer, y miles de independientes de todas las edades, que claman por normalidad, diálogo, seguridad, justicia y honradez.
No es raro que algunos sectores juveniles del Gobierno caigan en el fanatismo “militante”. Y no lo es porque todas las generaciones han tenido jóvenes, y todos esos jóvenes, cuando abrazaban alguna causa, algún amor o algún precepto, lo hacían con una entrega tan fanática y pasajera como pasajera es la propia juventud.
Sorprende sin embargo que dirigentes maduros, cargados de años y experiencias y que en muchos casos fueron carne de cañón de otros que en aquellos setenta los mandaron a una lucha sin sentido, mientras se enriquecían en la retaguardia, hagan hoy con las nuevas generaciones lo mismo que a ellos les hicieron.
Sólo una gran maldad o una profunda estupidez pueden esconderse en semejante actitud. Y algo de eso comienza a vislumbrarse entre las bambalinas de un país partido al medio.
Siempre las apariencias
Tras la muerte de Sun Yat Sen –el único personaje en el que las dos Chinas coinciden en ver al padre de la modernidad-, sus seguidores pidieron a la ex Unión Soviética que les enviara un ataúd de cristal idéntico al que protegía los restos de Lenin. Para ellos, “su” muerto equiparaba en importancia histórica a quien liderara la revolución que nació en Rusia en 1917.
Los soviéticos, solapada y silenciosamente, cumplieron con el pedido, pero enviaron una caja mortuoria… de vidrio común. Un gesto grosero y absurdo que pretendía avisar a sus “amigos” que el cadáver ilustre de su líder estaba por encima de cualquier otro sobre la Tierra.
El enojo no tardó en hacerse sentir, y esa simple anécdota fúnebre resintió para siempre las relaciones entre los dos bandos.
Así de frívola y así de fanática era la postura de dos autarquías del siglo XX que sin embargo decían representar el interés del proletariado aunque para ello debieran recurrir a regímenes sangrientos en los que los súbditos eran privados de todos sus derechos y condenados al silencio y al aislamiento mundial.
Cuando el debate desaparece, las consignas ocupan su lugar; cuando la realidad se oculta, lo hace siempre detrás de las apariencias. Apariencias tan absurdas como inmodificables más allá de los discursos y la apabullante propaganda que suele acompañar estas expresiones políticas contra natura de la libertad del hombre.
Porque detrás del vidrio más ordinario o el cristal más fino, ambos líderes –a pesar de sus seguidores y sus pretensiones- estaban irremediablemente tiesos y bien muertos.
La importancia de la calle
Si no fuese trágica, la pretensión de unos y otros por “ganar la calle”, sería una más de las cómicas anécdotas de nuestra política de bajo vuelo. Sin que nadie haya logrado pesar por prestigio en ninguna de las instituciones de la república y con una sociedad ávida de encontrar referentes a los que admirar, “la calle” aparece como un refugio subalterno de las mediocridades que siempre se esconden detrás de los gritos y las consignas. Aunque esto pretenda disfrazarse de un pueblo que largamente ha demostrado estar atento al momento de salir a una “calle” que valga la pena. ¿O ya nos olvidamos?
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