En Argentina, la idea del uso de la justicia como instrumento de poder
aparece mediáticamente como algo nuevo, como una creación que suele serle
 atribuida al ex ministro de la Corte Eugenio Zaffaroni. Recientemente
fue citada por el Papa, señalando: «Se ha recurrido a imputaciones falsas
 contra dirigentes políticos, promovidas concertadamente por medios de
 comunicación, adversarios, y órganos judiciales colonizados”. No lo hizo
 en cualquier ámbito: fue en ocasión de un coloquio internacional sobre el
 sistema judicial en el Vaticano.
El término en sí mismo es un acrónimo propio del idioma inglés y remonta
a la renuencia de los Estados Unidos a someterse al Tribunal Internacional
 Penal (CPI). En fecha reciente, Donald Trump ha señalado: «Desde la
 creación de la CPI, Estados Unidos ha declinado reiteradamente sumarse
 a la corte por sus amplios poderes fiscales, carentes de una responsabilidad
 superior; la amenaza que representa para la soberanía nacional; y otras 
deficiencias que le privan de legitimidad».
No es la primera vez que gobiernos que están en la vereda opuesta a Estados
Unidos toman sus argumentos como propios. En el país, el uso de la justicia
como instrumento de la política no es nuevo, ni reciente. Se viene usando
 hasta el hartazgo en los juicios conocidos como de “lesa humanidad”.
No hay modo de ignorar o eludir las políticas criminales de noche y niebla
 que llevó adelante el gobierno dictatorial que impuso su poder a través del
 uso de la fuerza entre 1976 y 1983. Luego de la condena a las juntas militares
 de gobierno, las leyes de obediencia debida y punto final buscaron poner un
 corte a la prosecución criminal de lo acontecido en aquellos años. Hoy, el
 criterio consolidado impuesto por organizaciones que habitualmente se
 exponen como de “derechos humanos” avalan una política de venganza
 sistemática que impulsa revanchas personales o políticas, y no punición a
derecho.
En Mar del Plata hay dos casos emblemáticos. La utilización del sistema
 legal para perseguir hasta su muerte a Gustavo Demarchi y al juez Pedro
 Federico Hooft. Dos situaciones distintas, pero unidas en el tiempo
. Demarchi, ex fiscal federal y ex candidato a intendente del PJ en 1983,
 condenado  en primera instancia, con sentencia en proceso de revisión, se
 le concedió una detención domiciliaria por motivos de edad. Demarchi tiene
73 años y está afectado por severas cuestiones de salud. En su caso, la
Comisión Provincial por la Memoria en un comunicado señala: “Los
 genocidas deben terminar sus días en la cárcel. Los juicios de lesa
 humanidad deben acelerarse y profundizarse. Instamos a los jueces
 y fiscales a que sigan el camino que nos honra como sociedad: verdad,
 justicia y memoria”. Ni justicia, ni derecho: venganza, lisa y llana. En el
 caso del juez Hooft, luego de dos años, se pide la revisión de la sentencia
 absolutoria al juez Juan Martin Bava, exigiéndole   que fundamente la
 decisión y exponga el por qué de la conexidad en validar el fallo del jury
 absolutorio a Hooft extendiendo los términos a los ex jueces de la década
del ochenta en el fuero provincial Federico Gastón Amadeo L’Homme,
Rodolfo Bernardino Morales Ridecos, Edgardo Osvaldo Bernuzzi, Carlos
Enrique Reinaldo Haller; Jorge Horacio Gabriel García Collins, Alicia María
Teresa Ramos de Fondeville y Alicia Morrell. Plazos eternos sin tiempo
 ni ley. Lawfare, simple y brutal.