En tantos años solo me dio un beso, cuando yo partía de la estación de Temperley a Mar del Plata, de veraneo con el tío Pedro, Chacha y Daniel.
También una bofetada, allá por mis veinte años, en público, castigando alguna osadía verbal de cuando quería llevarme el mundo por delante.
Fue el fracasado de la familia, dijeron ellos después. El pensaba que lo habían jodido a los quince años, cuando lo sacaron del secundario Joaquín V. González y lo mandaron a dormir en los tablones de la panadería familiar, mientras leudaban los panes en la estufa.
Tuvo un solo ataque largo de risa, al recordar las broncas familiares para arrancar una camioneta Ford a manija.
A los sesenta años adquirió un extraordinario parecido fisonómico con Camilo Cela.
Cuando estuve en Galicia en la casa natal de Cela, vi que sus pueblos distaban pocos kilómetros.
Heredé muchas cosas de él. La alergia vespertina, el varicocele, un absceso en el recto, la modestia profunda, la melancolía, el bien tratar a la gente y la inteligencia. No la calvicie.
Fue taxista, tejedor a fasón y terminó de facturero y sereno en la panadería del tío Antonio. Dormía fuera de casa. Los lunes traía el suplemento ilustrado de La Prensa; y lo comentaba.
Jubilado, llevó el Falcon de mi primo el Negro a Lisboa en barco y de allí a Galicia, donde se encontraron.
Jamás habló en gallego ni tampoco se nacionalizó argentino.
Siempre tuvo auto.
Vino a los seis años al país.
Era el menor de los cuatro hermanos.
Quiso que yo fuera oficial de la Prefectura o de la Marina Mercante, pero respetó mi elección por el Derecho.
Me pagó la carrera con su sueldo de facturero. Cuando daba un examen y mostraba la libreta universitaria con notas elevadas para los exámenes libres de aquella época, descansaba en su satisfacción. En 1965 suspendí los estudios porque quería casarme con AE. Me contaron veinte años después que sufrió mucho.
Pero reanudé y en 1967 rendí once materias. Tengo la foto de la entrega de diplomas, donde se puso el traje y fue, ese ermitaño terrible.
Mucha gente me pregunta si soy español, por mi dicción. Respondo que yo hablo en porteño antiguo culto, como mis profesores, pero creo que mezclé las influencias con su forma de hablar el argentino.
El Negro dijo que yo era el más gallego de toda la familia, paradoja inexplicable pero cierta. Otra que le debo.
(Debo decir que el Negro es para mí el arquetipo del hombre. Nunca encontré nadie que le llegue a las rodillas. Fue el mejor panadero argentino y ahora está diabético y amargado, pero sabemos que este país destruye a sus mejores hombres, cualquiera sea el escalón social donde estén.
La cultura carece de toda importancia. Carlos Marx dijo que había conocido dos hombres que encarnaron el pensamiento dialéctico: Hegel y un dirigente sindical cuyo nombre olvidamos Occidente y yo).
Al enviudar, buscó una vieja novia, se encontraron en un bar de Cerrito, pero algo falló.
Un día me contó la historia de un gallego que trabajaba en una papelera y se había dado a leer el diccionario en su soledad como fuente suprema y directa del conocimiento. Me hizo gracia, pero hoy no. Si cada joven leyera el diario y el diccionario tres años seguidos Argentina sería del primer mundo. Almafuerte tenía dos libros en su mesa de luz: La Biblia y el diccionario. Pessoa una gramática portuguesa y una guía de viajes.
Nunca lo vi leer el diccionario, pero me desafiaba con la ortografía y me ganaba siempre, y eso que yo era muy leído y de una memoria prodigiosa, que he perdido. Como Funes, recordaba desde la cadencia de una frase hasta cada cuadro de cada historieta, o como cursaban las bolitas en la tierra, los barriletes en el cielo o las palabras de las maestras. Todo.
Mis amigos lo quisieron.
Construyó una fiambrera, de maderas y alambre tejido, artesanía perfecta.
Asaba para los tres en una parrillita minúscula, con mínimo carbón y corría trayendo las cosas en su punto perfecto.
Un día que peleé con mamá hasta lo insoportable, me echó de casa.
Reculé.
Fui su único hijo.
Lo asistí en su lecho de muerte. Esa noche, casi de madrugada, entró un cura en silla de ruedas y me pidió permiso para untarlo con el óleo santo. Abrió un tarrito y lo untó.
Dejó de respirar cuando lo estaba mirando con suma atención. Creo que lo toqué y serenamente avisé a la enfermera.
Al velarlo, en la alta noche, quedé solo con su cuerpo en el salón, hasta que apareció gente a la mañana. Los dos solos, él en el cajón y yo dormitando y levantándome para mirarlo.
Dado que perdí los míos, su linaje morirá conmigo.
Puesto que nadie escribirá algo sobre mi condición paternal, cabe hoy que lo recuerde.
Sus huesos fueron levantados por la burocracia cementeril de Lomas de Zamora y mi abandono.
Jamás me habló del Cielo, pero su estrella anaranjada ocupa el centro mismo de mi alma.
Autor/Fuente: Gerardo Gonzalez(Agenda de Reflexion)
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