*Joaquín Morales Solá
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Néstor Kirchner hizo de rockero y dio un salto mortal desde una tribuna para caer en brazos de sus seguidores. Mauricio Macri se disfrazó de Freddy Mercury para arruinar en la televisión las canciones del cantante muerto. Cristina Kirchner pidió la solidaridad electoral de los militares y Francisco de Narváez se convirtió en más estatista que Néstor Kirchner. La campaña electoral ha concluido y casi ninguno de sus protagonistas le escapó a la contradicción ni al ridículo. ¿Necesitaban travestirse tanto para sacar a la política de la anorexia que la aqueja desde hace mucho tiempo?
Lo peor es que pudieron muy poco, casi nada. Sólo el juez Federico Faggionato Márquez y Marcelo Tinelli le proporcionaron a la campaña la dosis necesaria de extravagancia como para convertirse ellos mismos en más protagonistas que los candidatos. El juez le concedió a De Narváez el pergamino de perseguido y, así, lo levantó hasta llevarlo al empate con Kirchner. Tinelli jugó el juego del poder: Kirchner nunca fue tan inofensivo como el Kirchner de la parodia de "Gran Cuñado". El juego terminó anoche con un Kirchner que entraba y salía del programa de Tinelli.
Kirchner no estuvo débil sólo en los últimos tiempos. Lo estaba antes. El ex presidente tiene una virtud, y consiste en que le es casi imposible disimular sus sensaciones. Sólo un político que siente un tembladeral bajo sus pies se somete a una elección de diputado nacional (cuando ya fue y sigue siendo el dirigente más importante del país de los últimos seis años) para competir con un novicio de la política. Sólo esa intensa percepción de inestabilidad pudo obligar a Cristina Kirchner a hacer campaña con más dedicación y persistencia que en las vísperas de su propia elección presidencial.
No están equivocados. Una fatiga social del kirchnerismo es fácilmente comprobable en las mediciones de opinión de importantes distritos electorales. Carlos Heller es candidato en la Capital porque ningún otro dirigente (ni Rafael Bielsa ni Aníbal Ibarra) quiso hacer kirchnerismo en un territorio duramente antikirchnerista. Carlos Reutemann no sabe cómo explicar en Santa Fe que nunca más se acercará a Kirchner. Los santafecinos ya le anticiparon que votarán por Rubén Giustiniani sólo ante la duda de una eventual cercanía con el ex presidente. Y De Narváez cometería un error si creyera que todos los votos que cosechará el domingo, gane o pierda, serán de él; gran parte de ellos serán votos contra Kirchner.
A Kirchner no le quedó otra opción que andar saltando desde las tribunas. Su propuesta es muy magra: la continuidad de su modelo, dice, y no precisa nada. Los últimos años de bonanza argentina han sido obra de un mundo que crecía y consumía. Ese es el modelo, pero el mundo ha cambiado: ¿cuál es el modelo de Kirchner para enfrentar la crisis? Hasta ahora, sólo hay una porción de estatismo con dosis de aislamiento. Ni siquiera hubo un debate serio sobre esos conflictos.
De Narváez pasó de ser el político más preocupado por el mundo y la inversión al más estatista en muy pocas horas. Necesitaba conquistar el voto eventual de Luís Patti, que tiene un condimento importante de viejo peronismo, y el de muchos radicales volcados hacia la izquierda y, por lo tanto, renuentes a abandonar a Margarita Stolbizer por una alternativa más útil. Sólo quien había sentado pocos precedentes sobre sus ideas podía hacer semejantes cabriolas y no sorprender a nadie.
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Entre brumas, pudo observarse una línea distinta en cierto horizonte. Por ejemplo, Hugo Chávez corre el riesgo, casi inevitable ya, de quedarse sin aliados en la Argentina. Los Kirchner, sus únicos amigos, resultarán muy debilitados. Julio Cobos, Elisa Carrió o Hermes Binner anunciaron que prefieren mejores relaciones con Lula, con Michelle Bachelet o con Tabaré Vázquez. Macri se identifica más con Alvaro Uribe. Ninguno de ellos quiere saber nada con Chávez. Ese mosaico pudo reconstruirse sólo cazando frases sueltas, pero significa un importante cambio de parámetros ideológicos.
La política argentina se ha convertido en un divertimento de hombres ricos. Los Kirchner no sólo son ricos ellos; también tienen el Estado a su disposición. De Narváez cuenta, igualmente, con riqueza personal. Los hombres ricos no son seres malignos, porque por lo general suelen generar trabajo y riqueza en sus países. El problema es cuando la política, huérfana de normas respetadas, excluye a los que no tienen dinero. La política se divide, entonces, entre opulentos, pobres e indigentes.
¿Quién podía respetar las normas de la campaña cuando éstas fueron incumplidas por el propio gobierno? Si De Narváez empezó la campaña antes de la fecha establecida por la ley, la Presidenta también violó las normas cuando cumplió una frenética agenda de inauguraciones de obras públicas después del plazo legal. Peor todavía: aun cuando la recaudación se derrumbó, el gasto público aumentó con velocidad satelital. El "año electoral" justificó cualquier despilfarro.
La conclusión de una campaña anormal no puede ser la normalidad. Las elecciones del domingo serán necesariamente conflictivas, sobre todo en Buenos Aires. La diferencia entre Kirchner y De Narváez (a favor del candidato opositor, según la encuesta de Poliarquía que publica LA NACION) presagia un escenario complicado y, quizá, traumático y confrontativo. Tal vez los argentinos se vayan a dormir en la noche del domingo sin saber quién ganó en el más grande distrito electoral.
¿Habrá reacción de algún sector social? ¿Cómo reaccionará el propio gobierno que nunca respetó su deber de garante de la paz social? En su último acto de campaña, Kirchner volvió a ser él mismo: duro, crispante, divisorio de aguas y de sociedades. ¿Es ése el líder que deberá anunciar dentro de pocas horas su victoria o su derrota? ¿Está Kirchner preparado para la derrota?
El kirchnerismo ha tomado recaudos. Las puertas de varios medios de comunicación podrían ser bloqueadas en la tarde del domingo por fuerzas de choque paraoficales, según anunciaron estas mismas organizaciones. La advertencia es clara: ningún medio periodístico deberá informar sobre ganadores y perdedores hasta que el Gobierno lo haya autorizado.
A falta de un debate más serio, la crítica a los periodistas estuvo en el centro de la campaña. Ese cuestionamiento no fue sólo del Gobierno, aunque éste fue el que más lo practicó. También algunos referentes opositores explicaron su desgracia electoral echándoles la culpa a los medios de comunicación. ¿Por qué debería terminar bien lo que comenzó y siguió mal?
¿Tienen los medios alguna culpa? No importa. Siempre serán mejores la irreverencia de Tinelli o el desparpajo de Faggionato Márquez en momentos en que la frivolidad política alcanzó la categoría de un extraño arte.
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