* Adrián Freijo
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Mucho se discute en estos días acerca de qué es el peronismo, e inclusive sobre la existencia o desaparición del viejo movimiento político. Y si bien es cierto que estamos ante una expresión de la vida política nacional que nunca se caracterizó por su ortodoxia, no lo es menos el hecho de que en la actualidad resulta prácticamente imposible asegurar que, en sus diferentes vertientes, mantenga siquiera alguna de las características originales.
Tratar de desentrañarlo es tan imposible como apasionante. Vamos entonces a intentar comprender, desde su origen, si el peronismo es una idea política, una abstracción filosófica en acción o un instrumento fáctico al que su fundador ornó con algunas normativas de carácter general a las que pomposamente se llamó doctrina.El 24 de febrero de 1946, Juan Domingo Perón obtuvo un rotundo triunfo en las urnas. Comenzó entonces un tiempo en el que a las muchas reformas políticas, el partido de gobierno –y sobre todo su propio líder- imprimió un estilo distinto al que hasta entonces se conocía en la Argentina.¿En cuánto influyó ese estilo en la consolidación del mito Perón?; ¿cuál fue, en el balance final, el resultado costo-beneficio de un folklore partidario que entusiasmaba a los propios en la misma medida que asustaba o indignaba a los extraños?; ¿hasta qué punto aquellas costumbres sirvieron al peronismo para construir un contrato social a partir del mensaje de sus nuevas formas de comunicación?Porque lo primero que surge con claridad es que, a partir de su forma de hablar, de su manera de dialogar con su gente desde los balcones de la Casa de Gobierno y de la inclusión de una jerga hasta entonces vedada a la política –arte para cultos si las había-, Perón le estaba diciendo a su gente “yo soy como tú eres”.Durante los actos partidarios Perón no se refería a los adversarios políticos como tontos o desgraciados –tal cual marcaba la costumbre de la época-, sino como pastenacas y chantapufis, o sea lo mismo dicho en modismos porteños tan comunes entonces. Los opositores políticos eran unos contreras, y quienes apoyaban al peronismo, sus grasas. Los peronistas veían en estos modos de hablar de su General la expresión popular, cotidiana y desgarrada de los humildes, y no la verba encendida y arrogante de un líder al estilo de los viejos caudillos criollos. En sí, la oratoria peronista no era nueva; seguía una tradición muy antigua y muy arraigada en el Plata, una especie de plebeyismo lingüístico que consistía en ganarse la voluntad de las masas procurando hablar como ellas. La sola mención de alguno de esos modismos impregnaba entonces la atmósfera de un halo –antes poderoso, ahora prohibido- que señalaba la vigencia peronista en el panorama político argentino.Como para todo militar, mandar representaba para Perón ejercer la autoridad con que estaba naturalmente investido, imponiendo la propia voluntad, a fin de educar, instruir, gobernar y conducir al personal subordinado. La muestra más clara de esto es el hecho de que Perón era para su gente “el General”, y cuando se encontraba presente en el lugar pasaba a ser “mi General”, lo que marca acabadamente la voluntaria adhesión a su estilo y a su conducción.El peronismo fue tornando así en un conglomerado con premios y castigos al mejor estilo castrense, suponiendo ello ascensos para los leales –antes que para los eficientes- y degradaciones deshonrosas a los que osaban cuestionar las órdenes del comando natural. El desplazamiento de Jorge Daniel Paladino de su cargo de representante personal de Perón (1972) y el paralelo encumbramiento del Dr. Héctor José Cámpora a dicho cargo –y ni qué decir de su posterior consagración como candidato a la Presidencia de la Nación- ponen en claro en un solo hecho aquello a lo que pretendemos referirnos.Paladino, un hombre inteligente en la lectura de la realidad política argentina, pagó el precio de pretender que Perón entendiese el cerco que los sectores de la izquierda partidaria y el sindicalismo estaban cerrando sobre él. Seguramente equivocó su acercamiento con el gobierno del Gral. Lanusse -obsesionado como estaba en lograr que la Hora del Pueblo fuese el instrumento idóneo para contener a Perón y alejarlo de aquellas influencias-, pero siempre quedó la sensación de que su expulsión de la conducción táctica (otro término militar caro a las costumbres comunicacionales del líder) abrió las puertas de la vida del peronismo a quienes desde los extremos pretendían quedarse con Perón en beneficio propio.Su sucesor, el Dr. Héctor J. Cámpora, mostraba pocas luces para ver la realidad fuera del prisma único de Perón, al que adhería en una forma absoluta que solía rozar con el ridículo. Y fue esa lealtad casi obsecuente la que lo elevó en la escala de méritos peronistas, al mismo tiempo que se enredaba en los manejos de dirigentes juveniles revolucionarios que terminaron jaqueándolo a él, a su gobierno y por muy poco no lograron hacerlo con el propio General.Pero ¿quién iba a discutirle a Perón una decisión semejante? Las cosas eran así, y así deberían seguir mientras el jefe estuviese vivo.Lo cierto es que durante la primera década de gobierno, el ejército peronista se mostró siempre dispuesto a seguir los lineamientos de su conductor y veló siempre las armas a la espera del llamado del jefe para hacerse presente en el campo de batalla que fuese necesario aunque, como parte del folklore impuesto, el lugar elegido para las grandes ceremonias fuese siempre la Plaza de Mayo. Allí, esa relación de pertenencia mutua encontraba su punto de esplendor. Perón hablaba, su pueblo le contestaba, ambos coreaban las consignas acordadas y todo el mundo se retiraba convencido que la sola presencia de ambos protagonistas (caudillo y seguidores) había sido suficiente para conjurar miedos, celebrar logros o simplemente demostrar la fortaleza del proyecto común. De alguna manera, aquellos encuentros se convertían en una verdadera misa laica en la que se revivía y se consagraba el misterio de la fe popular.Eso era, en la superficie, el modelo de adhesión peronista. Muy diferente por cierto a todos los conocidos hasta el momento en la vida política del país.Queda por saber entonces si aquella relación plagada de simbolismos propios era la representación formal de un acuerdo profundo basado en una visión común de la Argentina o simplemente la expresión de un afecto mutuo que se agotaba en sí misma.Lo primero habría sido la revelación de un contrato social con miles de actores dispuestos a llevarlo adelante; lo segundo, una expresión de adhesiones personales que mucho tenían que ver con el tome y traiga de una época en la que millones de argentinos sintieron, al menos, que parte del esfuerzo cotidiano volvía a ellos en forma de elevación social.Lo que ciertamente no era poco.“Peronistas somos todos”Una de las características más notables de Juan Domingo Perón era su capacidad para “pintar” con las palabras. En muchas ocasiones –como expresión natural de su personalidad y no como desprecio hacia el interlocutor- abordaba los temas más serios y profundos a partir de alguna salida graciosa o de una anécdota generalmente pletórica de picaresca. El hombre era así, y vaya si se hizo entender.Para desentrañar en profundidad a su propio movimiento echó mano de una de esas argucias dialécticas que ha quedado en el recuerdo y que, aun reiterada, vale recordar para entender la verdad profunda del peronismo.Contaba Perón –lo que seguramente no era cierto- que, en una ocasión, un embajador extranjero le preguntó cómo se componía políticamente la sociedad argentina. La respuesta no se hizo esperar: “Vea, mi amigo: en la Argentina hay un 30% de radicales, otro 30% de conservadores, un 20% de socialistas, un 10% de comunistas y un 10% al que no le interesa la política”.“Pero eso suma el 100% -dijo azorado el preguntón-. ¿Y no hay peronistas?”A lo que, riendo, el General contestó: “Ah no, peronistas somos todos”.Claro que tal vez el mismo líder no podía llegar a imaginarse cuánto de verdad terminaría por tener el simpático chascarrillo. Pasados los años, muerto Perón y cambiante en su conducción, el peronismo se convirtió en una exitosa maquinaria electoral que, sin embargo, no puede abstraerse de cambiar una y mil veces al calor de los designios del mandamás de turno. Se disfrazará de liberal, se abroquelará en su histórica estructura corporativa o marchará hacia las orillas de aquel “socialismo nacional” que ni el mismo fundador llegó a explicar con alguna solidez. Y así puede pretender seguir siendo “el peronismo”, sosteniendo proyectos tan disímiles como el de Herminio Iglesias, Menem, Duhalde o los Kirchner.Total, nadie va a reclamarle nada. Si, al fin y al cabo, peronistas somos todos.
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