Escribe Adrian Freijo para el Semanario
Noticias y Protagonistas
Los tiempos electorales deberían servir para algo más que tan sólo recolectar votos. Una de las cuestiones esenciales de la política es la docencia, y no existe momento mejor para ejercerla que cuando la sociedad posa los ojos sobre los candidatos.
El “zoon polítikón” aristotélico suponía en su propia esencia la capacidad del ser humano para relacionarse y convivir. Claro que, como ocurre en la vida misma, esa convivencia exige un principio docente irrenunciable: debo mostrarle al otro quién soy, dejarle en claro mi posición ante las reglas de juego comunes y, sobre todo, firmar con él un contrato de convivencia que implícitamente acepta uno de aprendizaje mutuo.
Más acá en el tiempo, Max Weber sostenía que en el proceso de la comunicación humana “yo no soy yo; soy lo que el otro percibe de mí”, sin sospechar siquiera que, obligados por la premisa aristotélica, los políticos argentinos aceptarían firmar un pacto de convivencia con los ciudadanos pero a su vez pondrían como ingrediente de su signatura la convicción de que “lo que el otro percibe de mí” puede cambiarse a gusto y placer con publicidad, slogans y, por supuesto, mentiras de todo calibre.
Argentina se apresta a vivir un tiempo electoral que va a ser inevitablemente tormentoso. A las trampas legales y artilugios que desde el poder van a buscar para eternizarse en él, se sumarán los mensajes de conveniencia que oficialistas y opositores van a utilizar para captar ese preciado voto que se considera por estas horas sólo una cuestión cuantitativa.
Por supuesto que de docencia, de debate de ideas y de ganas de elevar la capacidad de comprensión y compromiso de una sociedad anómica, desencantada y ajena a su carácter de protagonista de su res pública, nada.
Este verano que se ha ido ha sido una muestra de lo que seguirá en estos meses. La impúdica publicidad oficial –de Nación, pero sobre todo de la provincia de Buenos Aires- que se comió millones de pesos de una sociedad cruzada por la pobreza, el hambre y la falta de proyectos generadores de trabajo, ha sido un verdadero cachetazo a quienes observan cómo viven los poderosos a espaldas de las necesidades populares. Tan sólo en mega recitales costeros se gastó el equivalente al dinero que hace falta para construir 60 viviendas multifamiliares; es decir, las que hacen falta para terminar en Mar del Plata, con las familias en situación de calle permanente, que son aquellas que pernoctan en una plaza, en una obra en construcción o en cualquier amparo al paso que puedan encontrar.
Si le sumamos miles de pesos en cartelería, bandas musicales, bandadas de jóvenes y adolescentes repartiendo papelitos propagandísticos de Scioli o de Cristina, móviles de todo tipo y tamaño recorriendo por horas la zona de playas, actos variopintos inaugurando la nada, periodistas y medios comprados por kilo para promocionar las actividades más estúpidas del Gobernador, su egregia esposa o cualquier funcionario de cuarta que hasta el momento de ser dotado de una “tarjetita con escudito” no servía ni para espiar -y hoy, sin haber mejorado un ápice sus capacidades nos cuesta fortunas-, llegaríamos a la conclusión de que por estos lares se ha dilapidado una cantidad suficiente como para resolver la desesperación de un millar de argentinos en todas sus necesidades no satisfechas.
Y súmele el resto de los centros turísticos, y la Capital Federal, y las provincias con los majestuosos anuncios de obras que nunca se van a hacer, y los ñoquis, y los “representantes del pueblo”, sus sueldos y prebendas, y aviones volando sin destino fijo con propaganda, paseos de jerarcas y familiares, etc. Demasiado para un país que sigue siendo una aldea inculta en que sus habitantes ríen sin sentido cuando la ola mundial les permite recaudar sin mayor esfuerzo y lloran y se enfurecen cuando, con el cambio de tendencias, toman nota de que el ahorro en los buenos tiempos sigue siendo el único respaldo sólido en los malos.
Pero en la Argentina, la vida va. Total, bastará con expresar a los gritos el enojo con “los políticos” y con “la política” y creer que por arte de magia los que después vengan serán tan buenos, que nos permitirán seguir riendo sin sentido cuando el viento sopla a favor, o los podremos estigmatizar cuando tomemos nota de que la historia ha vuelto a repetirse.
Pedimos a gritos decencia, pero nos olvidamos de exigir docencia. Deberíamos ejercer nuestro derecho a saber cómo piensa cada candidato resolver tantos temas pendientes, y en cuánto tiempo real va a hacerlo. Conocer qué Argentina quiere en la relación entre nosotros y con el mundo; obligar a quien se postula a fijar posiciones sobre la Constitución, el estado de derecho, las relaciones con la oposición y, sobre todo, qué garantía piensa darnos al momento de la firma del contrato.
Estoy seguro de que si en nuestro país existiese una prensa libre y culta, esto sería mucho más fácil. Pero digámoslo de una vez: nuestro periodismo es pobre desde lo conceptual, deplorable desde lo moral, e impresentable desde esa necesaria calidad profesional que supone que quien está frente a un micrófono, una cámara o una computadora tiene que poseer una preparación que supere claramente la media y que le permita volcar las ideas con claridad idiomática y filosófica.
Máxime cuando esas ideas serán las que abran el debate entre los ciudadanos.
Es triste, pero es cierto; hemos logrado un estado de mediocridad que sólo sirve para beneficiar a los peores. Un país en el que miles de millones (¿se fijó?, dije miles de millones) se gastan en transmitir fútbol aunque los hospitales se caigan en pedazos, o en el que otros tantos millones se escabullen en los bolsillos de barrabravas al servicio de los punteros del oficialismo de turno, es un país triste, una república herida de muerte y una nación de personas acumuladas sin amalgama alguna.
Y la solución no está en irse y mucho menos en hacer carne aquello de “ande yo caliente y ríase la gente”. Nada de eso; el único camino posible está en la participación de cada uno en el ámbito de su trabajo, en su propio espacio y en su propia casa.
A quienes pensamos así nos han convertido en una sociedad a la defensiva, convencida de que cuidar lo propio es el único camino, aunque para ello tengamos que enrejar nuestras casas, nuestras bocas y hasta nuestra alma.
Y si no rompemos pronto el cerco de ese diminuto espacio que nos han dejado, nos encontraremos más temprano que tarde escondidos definitivamente de estas hordas de incapaces, cobardes y patoteros que en nuestro pobre rinconcito sudamericano se hace llamar, pomposamente, dirigencia.
Sólo le pido a Dios que no me dé vida para verlo y sí me la preste para luchar contra ellos hasta el último aliento.
¿Valiente? Nada que ver: harto.
“Se’gual”, Minguito dixit
“Carlos, esto no es Uruguay, es Concepción del Uruguay, provincia de Entre Ríos”. En plena campaña electoral, Carlos Menem me había llamado de madrugada para decirme que al día siguiente debía hablar ante la Legislatura uruguaya y necesitaba que le escribiese urgente un discurso.
Le expliqué que en nuestro vecino la línea imperante de pensamiento era liberal, y que siempre había sido refugio de quienes escapaban de las furias de los gobiernos por acá llamados populares. Así, por ejemplo, los unitarios encontraron en aquellas tierras cobijo frente al rusismo, y los antiperonistas las usaron como base de operaciones y refugio aún después de masacres absurdas como los bombardeos a Plaza de Mayo en junio de 1955.
“Vos sabés”, me dijo, “escribí algo que me haga quedar bien”.
Sin entrar en muchos detalles, contaré que pese a lo ajustado del tiempo logré un discurso en el que la síntesis entre nuestra doctrina y las tradiciones políticas uruguayas quedó bastante bien plasmada. Eso sí: no era un discurso peronista. Pero no era Uruguay, era Entre Ríos. Cuna del federalismo y, por añadidura, peronista hasta el tuétano.
“No lo leas”, le dije, “te van a putear en colores”. “No pasa nada”, fue su respuesta. Y lo leyó….
Después de quince minutos de una de las ovaciones más sostenidas de la campaña, pasó a mi lado, me guiñó el ojo y me dijo pícaramente: “¿viste?, no pasa nada, en campaña nadie escucha a nadie”.
Brutal, inmoral. Real.
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