Por Héctor Sánchez para
la Agencia Telam
Las despedidas clásicas sucedían en el andén de una vieja estación de tren o en un muelle con un barco listo para soltar amarras entre la niebla, hasta que esas imágenes fueron desplazadas por las de modernos aeropuertos, pero en la película de Martín Palermo el escenario fue una Bombonera repleta que lloró por ese hijo dilecto del corazón bostero.
Las fastos lucían como a destiempo, como si fuera primavera o verano, pero se trata de una noche de otoño que no cede a la presión del invierno, y tampoco tanto colorido y retumbe de grito y bombo era para celebrar uno de esos campeonatos que antes se ganaban con comodidad, y ahora son tan esquivos.
La fiesta que enfrente tenía a un prolijo equipo como Banfield era, simplemente, una forma colectiva de decirle gracias, entre lágrimas y sonrisas, a un goleador excepcional; a un solidario que rechazaba corners en su área con la misma convicción que iba a poner la cabeza, la punta del pie o la espalda en el área de enfrente; y a un ídolo leal como pocos.
Nunca ocultó Martín Palermo que es hincha de Estudiantes de La Plata, y nunca dejó de sentir y comprometerse hasta el asombro con la camiseta azul y oro con la cual ocupó su lugar en el mundo, por eso la despedida de una cancha y un estadio que lo cobijó como sólo hizo con los elegidos tendrá para siempre la impronta de una fiesta extraña.
Porque esa caldera apasionada despidió anoche de su césped, sus tribunas y sus vestuarios a uno de los últimos ídolos que el maltrecho fútbol argentino pudo sostener, más por el amor incondicional y desinteresado de los últimos amantes del fútbol-juego, que por el cuidado que esa maquinaria despiadada del fútbol-negocio pueda darle a nadie.
Que quede claro entonces: esas lágrimas, esas sonrisas, ese golpearse el pecho sobre la camiseta xeneize de cualquier época la consiguen unos pocos elegidos, esos que desfilaron por sobremesas y largos viajes en colectivo cuando tu viejo y tus tíos te contaban de Sosa, Lazzati y Pescia, mientras vos te preparabas para disfrutar a Rojitas, Marzolini y el Beto Menéndez, y ni te imaginabas que sobre ese pasto un día brillaría Diego Maradona.
El cronista ha visto llegadas y despedidas que dejaron huellas notables, desde el debut de un 9 que llegaba de Chacarita y se llamaba Carlos María García Cambón en febrero de 1974, cuando le metió cuatro goles a River para la apabullante goleada de 5 a 2.
O hasta el adiós de Antonio Ubaldo Rattín una noche de 1971, un caudillo que le resultaba un tanto lejano, porque ese pibe de 13 años estaba deslumbrado entonces con el juego del 'Muñeco' Madurga en el medio de la cancha.
Pero lo de anoche fue otra cosa: una multitud que no tenía ningún título para festejar, ni siquiera una clasificación segura a ninguna copita devaluada, llenó un estadio en el más incómodo horario futbolero (domingo por la noche) para decirle gracias totales a un goleador que no nació en Boca, pero que es más bostero que el Banchero que está a cuatro cuadras de la cancha y que los colores de Caminito.
Palermo es de Boca por prepotencia de trabajo, y estará por siempre en el corazón de aquellas camisetas apretadas al cuerpo u holgadas, según la moda de cada época. Esas modas que nunca podrán alterar la química de esos corazones, ni la pureza del afecto futbolero.
Uno o dos gritos más en una carrera desbordante de goles, campeonatos y records pulverizados no eran anoche el eje de la cuestión para Palermo ni para millones de hinchas de Boca.
La marca para desplazar al antipático y provocador José Sanfilippo (no es cierto que alguna vez jugó en Boca, él siempre jugó para Sanfilippo) se puede mover o no si el "Titán" jugase contra Gimnasia el domingo próximo. Pero eso no modifica en nada el abrazo agradecido de la multitud.
El tema era la despedida anoche de La Bombonera, que tuvo el coro de más de 40.000 almas que agradecían por los goles de Palermo. Esos que ya no estarán en su segunda casa, la misma que ya empezó a extrañarlo.
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