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¿Argentina es una entelequia fundacional, o ha fundado su propia entelequia? En la habitual liviandad del análisis, y buscando resolver la historia, la pregunta no es menor.
Para Aristóteles, el término entelecheia hace referencia a cierto tipo de existencia en el que una cosa está trabajando activamente en sí misma en oposición al concepto de potencialidad: la entelecheia es un trabajo activo hacia la consecución de un fin, intrínseco a la misma cosa. Pero es también ese fin, ese estado en que la entidad ha realizado todas sus potencialidades, y por tanto, ha alcanzado la perfección.
Por ejemplo, el árbol es entelequia de la semilla, el objeto hacia el que la semilla tiende, sin influencias externas de otros entes, con el objetivo de realizar todas sus potencialidades. Y al mismo tiempo, la entelequia es lo que impulsa a la semilla a crecer y convertirse en un árbol.
¿Cuál es, entonces, la semilla (entelequia) de la Argentina como país, y cuál la de la sociedad argentina como resultado de esa cosecha natural?
Somos una nación rica –indudablemente rica- que debió crecer fuerte, sólida y sanamente de la mano del trabajo, que en este caso debía ser sólo un valor agregado. Nada había que forzar, ningún escollo que superar, y mucho menos ninguna naturaleza que torcer. Un amplio hábitat, la benignidad climática, la insólita relación población-territorio que envidia cualquier nación de la Tierra se unieron en el tiempo con un elemento no siempre virtuoso en la historia mundial pero que si lo fue en estos lares: la inmigración.
Porque aquello que en tantos lugares ha supuesto tensiones, persecuciones y hasta guerras, aquí representó, sin lugar a dudas, una “segunda oportunidad”.
Si aceptamos que el divorcio colonia-nación que estalla en 1810, se consolida sólo formalmente en 1816 y se enfrenta desde entonces y hasta 1860 en la larga, sangrienta y tediosa guerra interna del país, nos estaba proyectando sobre el siglo XX con apenas algunas de las cosas importantes resueltas, deberemos concluir que la llegada masiva de los inmigrantes permitió suplantar con su trabajo a tres generaciones de nacionales muy habituados a la pelea, el discurso y la diatriba pero ciertamente muy lejos de la eficiencia que hacía falta para construir una nación moderna.
Y esa bendición por suplantación del orden natural se repetiría treinta y cuarenta años después cuando la segunda ola migratoria traería a esta zona los albores de la industrialización y dejaría por lo demás la marca indeleble de las nuevas tendencias sociales que algunos años después tomarían colores nacionales para consolidar doctrinas y organizaciones obreras modernas y de tono propio.
Aceptemos entonces que ya la entelequia argentina estaba a pleno: nada de lo que debía ser “desde nosotros mismos” había logrado superar el escalón dialéctico; lo que se hacía, lo que se construía y lo que nos hacía crecer, venía de afuera. Aunque recurrentemente, entonces y ahora, insistamos en reivindicar lo propio como parte de una cultura que en realidad nunca existió.
Porque así como queremos ignorar que la mano de obra laboriosa del inmigrante que llegaba a estas tierras escapando de la hambruna europea fue la que construyó los cimientos físicos de la Argentina, también insistimos en criticar salvajemente las “ideas foráneas” sin detenernos a pensar que ellas hacen pié en nuestra sociedad debido a la carencia absoluta de de las propias.
Mayo fue la lucha entre “afrancesados” y “anglófilos”; las guerras intestinas repitieron la controversia, llevándola ya peligrosamente al terreno de la dominación económica que se consolidaría de la mano de los “triunfadores” a partir de Pavón. Ese modelo sólo entraría en crisis después de la Segunda Guerra Mundial, y no por cierto por la acción -ni siquiera la selección- nacional, sino como resultado de la misma y el nacimiento de una nueva hegemonía.
Las tensiones ideológicas más recientes entre la “patria socialista” -de una coloratura socialista que imponían Cuba o la URSS y no por cierto el socialismo telúrico y claudicante- y la burguesía nacional -entregada abiertamente a los dictados de los organismos internacionales- se parece mucho más a prestar la casa para que se cacheteen vecinos enemistados que a tan siquiera elegir el empapelado para las propias paredes.
Por eso, cuando el Gobierno y sus seguidores repiten con infantil delirio aquello de “vamos por todo”, uno se pregunta seriamente a qué se están refiriendo. ¿Angola, o el Club de París? ¿Chávez, o aquel Obama ante el que Cristina se arrobó cual adolescente? ¿El Mercosur, o las trabas aduaneras? ¿La educación, o los planes sociales? ¿El consumo, o las restricciones a la compra de divisas? ¿El “Fútbol para todos”, o la calidad institucional? ¿Cuál de todas? ¿O todas?
No podemos seguir soñando con el “ser nacional” o con cualquier eslogan por el estilo. Ni siquiera seguir debatiendo una historia que realmente nunca existió.
En un país en el que La Salada viaja en el avión presidencial y pocos ciudadanos pueden hacerlo en un avión de línea si no tienen acceso al dólar “blue”, todo es posible.
Somos una entelequia convertida en entelequia. Que aunque parezca un juego de palabras, no es otra cosa que aceptar que por estas tierras ya se convierte en un riesgo ilustrar esta nota con la figura de Aristóteles sin temor a que sea confundida con la de Emilio Pérsico.
Algo que en el caso de este humilde periodista sería, al menos, imperdonable.
Cambia, nada cambia
Si nos pusiésemos un poco filosóficos, podríamos decir que en la expropiación del 51% de las acciones de Repsol YPF se condensa toda una simbología de cómo el oficialismo, en su etapa “cristinista”, representa a su “modelo”: un capitalismo “al 49%”, en el que el Estado mete mano en varios lados, establece algunas restricciones, principalmente para los precios -especialmente en las tarifas de servicios públicos- y toma algunas medidas para “disciplinar a las elites empresarias”, como viene haciendo a través de los directores designados en su representación en algunas grandes empresas.
Es una gran impostura presentar esto como “el modelo” que se profundiza, ya que sus años “gloriosos” de mayor crecimiento económico, de empleo e incluso de recomposición salarial, se caracterizaron más bien por administrar los superávits gemelos con intervención limitada.
Durante los primeros años K, sus bases centrales fueron: el crecimiento del “excedente de explotación” (plusvalía) privado, el excedente externo y el excedente fiscal, alcanzado mediante el brutal ajuste del gasto que se dio durante 2002. Estos “excedentes” fueron logrados de forma conjunta mediante la devaluación, y son distintas dimensiones de un mismo ajuste, cuyos principales costos los soportó la clase trabajadora. La holgura que trajo este ajuste, sumada a la vigencia de la legislación laboral flexibilizadora y la perduración de los efectos de las reestructuraciones e inversiones noventistas, fue lo que explicó la posibilidad de sostener un elevado crecimiento por un período de duración prolongada sin que se expresaran sus limitaciones. Cuando el “piloto automático” de las conquistas que logró el empresariado a costa de los asalariados empezó a mostrarse insuficiente, aparece el Estado para paliar las contradicciones del esquema.
Una relación peligrosa
No todos tienen la oportunidad de conocer a Aristóteles. Pero todos deberían tener el derecho de contar con una comunicación social culta y comprometida que les permitiese acercarse a las grandes líneas de pensamiento y crecer en la capacidad de análisis y comprensión. No es casual que en la Argentina todos los gobiernos hayan perseguido al periodismo hasta postrarlo en su realidad de hoy: frivolidad, desinformación, vedettismo y mucha, mucha corrupción. Y así, mi amigo, nosotros nos convertimos en socios y parte del gran problema argentino.
Por ejemplo, el árbol es entelequia de la semilla, el objeto hacia el que la semilla tiende, sin influencias externas de otros entes, con el objetivo de realizar todas sus potencialidades. Y al mismo tiempo, la entelequia es lo que impulsa a la semilla a crecer y convertirse en un árbol.
¿Cuál es, entonces, la semilla (entelequia) de la Argentina como país, y cuál la de la sociedad argentina como resultado de esa cosecha natural?
Somos una nación rica –indudablemente rica- que debió crecer fuerte, sólida y sanamente de la mano del trabajo, que en este caso debía ser sólo un valor agregado. Nada había que forzar, ningún escollo que superar, y mucho menos ninguna naturaleza que torcer. Un amplio hábitat, la benignidad climática, la insólita relación población-territorio que envidia cualquier nación de la Tierra se unieron en el tiempo con un elemento no siempre virtuoso en la historia mundial pero que si lo fue en estos lares: la inmigración.
Porque aquello que en tantos lugares ha supuesto tensiones, persecuciones y hasta guerras, aquí representó, sin lugar a dudas, una “segunda oportunidad”.
Si aceptamos que el divorcio colonia-nación que estalla en 1810, se consolida sólo formalmente en 1816 y se enfrenta desde entonces y hasta 1860 en la larga, sangrienta y tediosa guerra interna del país, nos estaba proyectando sobre el siglo XX con apenas algunas de las cosas importantes resueltas, deberemos concluir que la llegada masiva de los inmigrantes permitió suplantar con su trabajo a tres generaciones de nacionales muy habituados a la pelea, el discurso y la diatriba pero ciertamente muy lejos de la eficiencia que hacía falta para construir una nación moderna.
Y esa bendición por suplantación del orden natural se repetiría treinta y cuarenta años después cuando la segunda ola migratoria traería a esta zona los albores de la industrialización y dejaría por lo demás la marca indeleble de las nuevas tendencias sociales que algunos años después tomarían colores nacionales para consolidar doctrinas y organizaciones obreras modernas y de tono propio.
Aceptemos entonces que ya la entelequia argentina estaba a pleno: nada de lo que debía ser “desde nosotros mismos” había logrado superar el escalón dialéctico; lo que se hacía, lo que se construía y lo que nos hacía crecer, venía de afuera. Aunque recurrentemente, entonces y ahora, insistamos en reivindicar lo propio como parte de una cultura que en realidad nunca existió.
Porque así como queremos ignorar que la mano de obra laboriosa del inmigrante que llegaba a estas tierras escapando de la hambruna europea fue la que construyó los cimientos físicos de la Argentina, también insistimos en criticar salvajemente las “ideas foráneas” sin detenernos a pensar que ellas hacen pié en nuestra sociedad debido a la carencia absoluta de de las propias.
Mayo fue la lucha entre “afrancesados” y “anglófilos”; las guerras intestinas repitieron la controversia, llevándola ya peligrosamente al terreno de la dominación económica que se consolidaría de la mano de los “triunfadores” a partir de Pavón. Ese modelo sólo entraría en crisis después de la Segunda Guerra Mundial, y no por cierto por la acción -ni siquiera la selección- nacional, sino como resultado de la misma y el nacimiento de una nueva hegemonía.
Las tensiones ideológicas más recientes entre la “patria socialista” -de una coloratura socialista que imponían Cuba o la URSS y no por cierto el socialismo telúrico y claudicante- y la burguesía nacional -entregada abiertamente a los dictados de los organismos internacionales- se parece mucho más a prestar la casa para que se cacheteen vecinos enemistados que a tan siquiera elegir el empapelado para las propias paredes.
Por eso, cuando el Gobierno y sus seguidores repiten con infantil delirio aquello de “vamos por todo”, uno se pregunta seriamente a qué se están refiriendo. ¿Angola, o el Club de París? ¿Chávez, o aquel Obama ante el que Cristina se arrobó cual adolescente? ¿El Mercosur, o las trabas aduaneras? ¿La educación, o los planes sociales? ¿El consumo, o las restricciones a la compra de divisas? ¿El “Fútbol para todos”, o la calidad institucional? ¿Cuál de todas? ¿O todas?
No podemos seguir soñando con el “ser nacional” o con cualquier eslogan por el estilo. Ni siquiera seguir debatiendo una historia que realmente nunca existió.
En un país en el que La Salada viaja en el avión presidencial y pocos ciudadanos pueden hacerlo en un avión de línea si no tienen acceso al dólar “blue”, todo es posible.
Somos una entelequia convertida en entelequia. Que aunque parezca un juego de palabras, no es otra cosa que aceptar que por estas tierras ya se convierte en un riesgo ilustrar esta nota con la figura de Aristóteles sin temor a que sea confundida con la de Emilio Pérsico.
Algo que en el caso de este humilde periodista sería, al menos, imperdonable.
Cambia, nada cambia
Si nos pusiésemos un poco filosóficos, podríamos decir que en la expropiación del 51% de las acciones de Repsol YPF se condensa toda una simbología de cómo el oficialismo, en su etapa “cristinista”, representa a su “modelo”: un capitalismo “al 49%”, en el que el Estado mete mano en varios lados, establece algunas restricciones, principalmente para los precios -especialmente en las tarifas de servicios públicos- y toma algunas medidas para “disciplinar a las elites empresarias”, como viene haciendo a través de los directores designados en su representación en algunas grandes empresas.
Es una gran impostura presentar esto como “el modelo” que se profundiza, ya que sus años “gloriosos” de mayor crecimiento económico, de empleo e incluso de recomposición salarial, se caracterizaron más bien por administrar los superávits gemelos con intervención limitada.
Durante los primeros años K, sus bases centrales fueron: el crecimiento del “excedente de explotación” (plusvalía) privado, el excedente externo y el excedente fiscal, alcanzado mediante el brutal ajuste del gasto que se dio durante 2002. Estos “excedentes” fueron logrados de forma conjunta mediante la devaluación, y son distintas dimensiones de un mismo ajuste, cuyos principales costos los soportó la clase trabajadora. La holgura que trajo este ajuste, sumada a la vigencia de la legislación laboral flexibilizadora y la perduración de los efectos de las reestructuraciones e inversiones noventistas, fue lo que explicó la posibilidad de sostener un elevado crecimiento por un período de duración prolongada sin que se expresaran sus limitaciones. Cuando el “piloto automático” de las conquistas que logró el empresariado a costa de los asalariados empezó a mostrarse insuficiente, aparece el Estado para paliar las contradicciones del esquema.
Una relación peligrosa
No todos tienen la oportunidad de conocer a Aristóteles. Pero todos deberían tener el derecho de contar con una comunicación social culta y comprometida que les permitiese acercarse a las grandes líneas de pensamiento y crecer en la capacidad de análisis y comprensión. No es casual que en la Argentina todos los gobiernos hayan perseguido al periodismo hasta postrarlo en su realidad de hoy: frivolidad, desinformación, vedettismo y mucha, mucha corrupción. Y así, mi amigo, nosotros nos convertimos en socios y parte del gran problema argentino.
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